A fe y fuego

A fe y fuego

jueves, 28 de mayo de 2015

Capítulo 3


A.D. 823M40. Galvan (Tarion), Sistema Cadwen, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


-¡Feliz cumpleaños, Alara!-.
Alara sopla con fuerza, apagando las siete velas de la tarta. Sus amigos y los padres de estos, que se arremolinan a su alrededor, aplauden.
-Que cumplas muchos más, hija mía- le dice Selene, abrazándola con fuerza.
-Ahora, los regalos- dice el teniente Trandor con voz alegre.
Todos los niños se adelantan para entregarle presentes empaquetados. Naturalmente, los han elegido y comprado sus padres, pero ya que sus hijos son los amigos de Alara, ellos se encargan de hacer la solemne entrega.
La primera en besarla en las mejillas y tenderle su regalo es Valeria. Alara desempaqueta una caja que contiene una bella muñeca, con las trenzas rubias y vestida de princesa. Tiene un montón de complementos y dos vestidos de recambio. La segunda es Octavia, su otra mejor amiga. Desde que comenzaron el colegio, las tres niñas juegan siempre juntas. En el recreo, por supuesto, ya que cada vez que salen al patio del colegio las chicas y los chicos tienden a agruparse entre ellos. Cuando salen de la escuela, forman un grupo más heterogéneo que se reúne cada día en una casa. El regalo de Octavia es el último libro de las aventuras del Comisario Ludwig, una serie para niños bastante divertida en la que un comisario imperial, valiente e intrépido, idea las maneras más originales y peregrinas de luchar contra los enemigos del Imperio.
El tercero es Mathias, que también la besa en las mejillas y le dice "felicidades". Se trata de un juego de comunicadores infantiles. No son como los comunicadores para adultos, por supuesto, porque no están conectados a la red imperial, pero tienen alcance suficiente como para poder hablar entre ellos desde sus casas, dada la proximidad de las mismas. Sólo quedan Thomas y Adrien. El regalo de Thomas es un juego de falda y blusa de lana -obviamente ha sido idea de su madre- y el de Adrien unos patines, que podrá estrenar los días que haga bueno, antes de que lleguen las primeras nieves. Por último, Selene y Marcus le ofrecen su regalo: un bonito colgante de oro con el emblema del águila imperial.
-Es un collar de niña mayor- le explica Selene.- Lo podrás llevar los días de fiesta-.
Tras la merienda y la tarta, los niños salen a jugar al jardín. Cae la tarde cuando los padres por fin se los llevan a su casa. Alara sube a su habitación y se pone a hacer los deberes del colegio, cuando al cabo de un rato escucha un crujido. Se gira. Es el comunicador.
-¿Hola?- pregunta insegura, apretando el botón que parece correcto.
-Teniente Trandor llamando a capitana Farlane- bromea la voz de Mathias al otro lado del aparato.
Alara ríe.
-¿Qué quieres?-.
-Sal un momento al jardín. Quiero darte una cosa-.
Alara, curiosa, baja trotando las escaleras y sale por la puerta principal. Al otro lado de la valla que da paso al jardín de su casa, un minuto después, aparece Mathias. Lleva una mano oculta a la espalda.
-¿Qué llevas ahí?- pregunta Alara, curiosa.- ¿Es para mí?-.
Mathias esboza una sonrisa nerviosa, y de repente, sin previo aviso, se sonroja un poco.
-Mis padres querían llevarle esto a tu madre- explica.- Pero como hoy es fiesta, las tiendas estaban cerradas. Así que he decidido ir a cogerlas yo, para darle una sorpresa. Pero luego he pensado que ya que el cumpleaños era tuyo, y no de tu madre, era mejor que fueran para ti-.
Alarga el brazo que mantenía oculto, y Alara ve que su puño cerrado sostiene un ramo de flores. Se trata de flores silvestres de otoño, de las pocas que aún crecen en la Pradera. Parecen una prolongación del estío con sus colores cálidos, amarillos, naranjas y bermellones, y despiden un olor dulce. En el rostro de Alara se dibuja una ancha sonrisa de sorpresa y puro placer.
-Gracias, Mathias- dice encantada.- Son muy bonitas-.
Cuando alarga la mano para cogerlas, su mano y la de Mathias se rozan a través de la verja.



 

A.D. 844M40. Prelux Magna (Vermix), Sistema Cadwen, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


"Vaya planeta de mierda", fue el primer pensamiento de Alara al aterrizar.
Por supuesto, había que admitir que ya partía de una base con ciertos prejuicios. Pero la verdad es que lo que estaba viendo no dejaba de confirmar una y otra vez su primera impresión. Al poco de despertar del estado de animación suspendida -que se saldó con más náuseas de las habituales-, Alara y sus compañeras fueron a recoger el equipaje y a ponerse la servoarmadura. No es que fuesen a desembarcar directamente en una zona hostil, pero ponérsela encima era una excelente alternativa a tener que transportarla, con el bulto que hacía y lo mucho que pesaba. Al día siguiente -o lo que se podía entender como "día siguiente" en medio del espacio exterior- la Gladis Astra había atracado en la estación orbital polar de Vermix, y las Hermanas de Batalla habían desembarcado para dirigirse a las lanzaderas que las transportarían al puerto aéreo de Prelux Magna, ciudad colmena y capital del planeta.
A medida que la lanzadera descendía en dirección a la biosfera, Alara pudo atisbar detalles de la región a la que se dirigían: marismas, selvas, marjales color marrón lodo que se extendían centenares de kilómetros a la redonda, y en un promontorio a la orilla del mar, justo en medio de una bahía que formaba un semicírculo perfecto, la colmena de Prelux Magna. Sus torres más altas llegaban hasta las nubes, y el estilo de construcción, como sucedía con casi todas las ciudades del Imperio, era un neogótico espectacular. Aún así, en cuanto desembarcaron en el aeropuerto, Alara se dio cuenta de que en Prelux Magna los colores estaban desvaídos, el ambiente aplastado por una humedad agobiante, y para colmo, un tufo repugnante a pescado en descomposición emanaba de los niveles inferiores, donde se encontraban el puerto y las factorías de procesamiento de pescado.
Las recibió el padre Bruno, un sacerdote enviado por el Obispo junto con una comitiva eclesiástica. Se trataba de un hombre joven y fornido, atractivo de cara, con una sonrisa amistosa y algo tímida y una dicción y modales impecables, que les dio la bienvenida a la ciudad con un florido discurso. Pero ni siquiera las inspiradas palabras del padre Bruno consiguieron cambiar la pobre opinión que Alara tenía que aquel asqueroso planeta.
Para colmo, no sólo las subieron en autobuses rodantes blindados -al parecer, los bonitos aerodeslizadores de Randor Augusta y del Convento Sanctorum eran cosa del pasado-, sino que llegaron más tarde de lo previsto a su destino porque tuvieron que dar un largo rodeo, debido a que una de las zonas que debían atravesar estaba cortada al tránsito. El motivo, al parecer, era una manifestación no autorizada de algunos ciudadanos. Alara pudo oír cómo gritaban consignas contra la corrupción y las cuotas de algunas empresas locales, acusando al Gobernador Imperial de no hacer nada al respecto para proteger a los ciudadanos, antes de que un pelotón de Arbitradores armados con porras eléctricas cargase sobre los infortunados y las consignas se convirtieran en gritos.
-Nos han enviado al paraíso, ¿eh, chicas?- murmuró Theodora con un suspiro, mientras los autobuses daban la vuelta por orden del padre Bruno.
El joven sacerdote se veía cohibido y algo incómodo sentado entre la Palatina Sabina y la Superiora Lissandra, dos mujeres taciturnas, maduras y curtidas en batalla, que no parecieron muy proclives a la amable simpatía de los comentarios del padre Bruno; el pobre sacerdote pronto acabó sumiéndose en el silencio cuando se dio cuenta de que Lissandra y Sabina no parecían muy contentas con su ligera jovialidad y respondían con secos monosílabos a todo lo que el joven comentaba. Alara sintió compasión de él; a diferencia de sus superioras, a ella sí le caía simpático el sacerdote. No se parecía en nada a la mayoría de predicadores y confesores de la Eclesiarquía que había conocido: sujetos fornidos, ceñudos y fanáticos más interesados en introducir el culto imperial en las sociedades a golpe de mangual o a tiro de bólter que en iluminar a los ignorantes con la luz de la verdad Imperial.
"Claro que, a decir verdad, eso no es muy diferente de lo que podría decirse de muchas Hermanas Militantes", admitió para sí misma Alara, perdida en sus reflexiones. Justamente por eso sus instructoras del Convento Sanctorum habían aceptado su solicitud de ingreso en la cámara Militante de la Orden a regañadientes, y no sin antes tratar de convencerla de que sus elevadas calificaciones la hacían más adecuada para la cámara Dialogante. A juicio de las superioras, Alara abusaba demasiado del vicio de pensar.
Finalmente, llegaron al distrito eclesiástico de la ciudad, situado en un nivel intermedio; ni tan alto como la nobleza ni tan bajo como la chusma. Todo su perímetro estaba rodeado por un muro de treinta y cinco metros erizado de torretas de vigilancia con vallas electrificadas. Las puertas principales, blindadas y tan altas que había que estirar el cuello para ver el final, estaban custodiadas por Arbitradores armados. El aspecto hubiera parecido amenazador a otras personas, pero Alara ya estaba acostumbrada a semejantes medidas de seguridad, y además aquello le recordaba a su hogar en Tarion: la zona residencial de la Guardia Imperial en Galvan también estaba protegida por un muro así.
"Aunque de poco nos sirvió cuando los malditos Rapaxes rebasaron el muro volando con los retro reactores".
Los autobuses blindados penetraron en el recinto de la Eclesiarquía, y en aquel momento el paisaje sufrió un cambio radical: de repente, era como si se encontrasen en otro mundo, un mundo muy diferente de la ruidosa y descolorida aglomeración de la colmena. Aquel lugar era limpio, tranquilo y hermoso: lo primero que Alara veía en aquel planeta que fuera digno de semejantes calificativos.
Las avenidas eran amplias y poco transitadas, flanqueadas por estatuas de santos imperiales talladas en mármol blanco. El neogótico imperial de los edificios era elegante y refinado, de líneas depuradas, todo lleno de ventanas talladas, gráciles volutas y agujas afiladas. En las plazas había fuentes redondas que derramaban agua cristalina y estaban rodeadas de macizos de flores. Era un lugar bello y encantador, señorial y solemne, que emanaba paz y fervor por los cuatro costados.
Los autobuses recorrieron una amplia avenida apenas transitada -el distrito eclesiástico, a diferencia del resto de la ciudad, tenía muy poco tráfico- hasta llegar a una plaza redonda de dimensiones descomunales rodeada de edificios espectaculares. A la izquierda se erguía la Catedral Imperial de Prelux Magna; frente a la avenida se encontraba el Palacio Episcopal. A la derecha se vislumbraba el convento del Adepta Sororitas. En medio de la plaza, como era costumbre, se erguía una estatua dorada de cincuenta metros de alto que representaba al Dios Emperador.
-¡Hermanas, formen!- la orden de la Palatina Sabina sacó a Alara de la distracción momentánea en que tanta belleza, símbolo de una fe todavía mayor, la había dejado sumida. Rápidamente, corrió a formar con el resto de su pelotón. La Ejecutora Tharasia, al frente, saludó en posición de firmes a la Palatina.
Cuando todas las Sororitas hubieron formado -Militantes, Hospitalarias y Dialogantes- la Palatina Sabina dio la orden y todas se dirigieron en formación al Palacio Episcopal. Guiadas por el padre Bruno, que volvía a estar cómodo en su papel de maestro de ceremonias, las Hermanas de Batalla entraron en el Salón de Recepciones, donde las esperaba el Obispo Theocratos reunido con la mayor parte de sacerdotes, predicadores y confesores de la diócesis. Al verle, Alara se llevó otra sorpresa: al igual que en el caso del padre Bruno, se trataba de un hombre mucho más joven y atractivo de lo que ella estaba acostumbrada. El Obispo sonrió cordialmente a las Sororitas al verlas entrar, y al igual que Bruno una hora antes, pronunció un discurso de bienvenida, agradeciéndoles su presencia en Vermix y asegurándoles que todos los miembros de la Eclesiarquía valoraban enormemente la labor que iban a desempeñar.
-Gracias a vosotras, podremos llevar a cabo con éxito una labor sumamente importante- terminó el Obispo, sonriendo de nuevo.- Llevar la luz y la gloria del Dios Emperador incluso a los rincones más alejados de Vermix, para que todos sus habitantes puedan conocer y aceptar de buen grado la única verdad y la verdadera fe. Esa es la voluntad del Emperador, y gracias a vosotras, estimadas Hermanas, pronto habremos de verla cumplida-.
Cadwen Astrum estaba ya muy alto en el cielo cuando la recepción finalizó por fin y las Hermanas de Batalla se dirigieron a su convento. Tras asistir a un servicio religioso oficiado por la Palatina para dar gracias al Dios Emperador por haberlas librado de todo peligro y contratiempo durante el viaje, acudieron al comedor para disfrutar del almuerzo, y les fue concedida la tarde libre para subir el equipaje a sus habitaciones, aclimatarse y descansar.
Alara subió las escaleras del pabellón de las Militantes con una familiar sensación de alegría y seguridad en su interior. Por fin había llegado a un lugar que le parecía familiar, seguro y conocido: un convento del Adepta Sororitas. Por fin había llegado al que durante los siguientes años sería su hogar, su retiro espiritual y su remanso de paz entre misión y misión. Por fin estaba en casa.



Dos horas más tarde del almuerzo, Alara Farlane se encontraba en una situación inusual: no sabía qué hacer.
Después del almuerzo había subido al primer piso, donde se hallaban su celda y el resto de celdas de las Hermanas del Primer Pelotón. La de la Ejecutora Tharasia, como de costumbre, era la más grande y estaba situada al principio del pasillo. La celda de Alara se encontraba cinco puertas más allá. Cuando la abrió -para ello le bastó con girar el pomo, ya que las celdas de un convento de las Sororitas no tenían cerradura, aunque disponían de un pestillo para poder cerrarse desde el interior-, se encontró con una imagen familiar: una cama individual, pequeña pero cómoda, con un baúl de metal a los pies para guardar sus armas, la munición y el material de mantenimiento de las mismas. La cama estaba pegada a la pared izquierda de la celda; a su derecha, justo debajo de las cortinas blancas que protegían de miradas indiscretas la ventana, había un pequeño escritorio de madera con una silla del mismo material y un par de cajones. La última pared libre de la celda estaba ocupada por una puerta de madera que conducía al cuarto de baño, compuesto por una ducha de pie, un retrete y un lavabo con un pequeño espejo de cristal. La típica celda de una Hermana de Batalla, sencilla y austera.
Alara dejó su equipaje en el suelo, sacó sus ropajes de la bolsa de viaje y los dejó sobre la cama. A continuación se despojó de la servoarmadura, musitando entre dientes la plegaria adecuada para cada momento, y colocó sus piezas cuidadosamente sobre el estafermo. Estiró sus entumecidos miembros, libres por fin del blindaje y las correas, y se puso la túnica de su Orden, blanca inmaculada con el forro interior y los bordes de falda y mangas en negro. Negro era también el corsé que le ceñía el pecho, del cual caían sendos faldones negros con el forro blanco parecidos a los que colgaban entre sus piernas cuando vestía la servoarmadura. Después, se lavó las manos y la cara y se cepilló la negra cabellera, que lucía el corte reglamentario propio de las Sororitas: media melena recta hasta los hombros y flequillo perfectamente cortado. Nunca había llevado así el pelo antes de profesar en el Adepta Sororitas, pero tenía que admitir que armonizaba bien con su largo cuello fino y su rostro ovalado de pómulos altos, piel clara y ojos verdes almendrados.
Una vez aseada y con el equipaje guardado, Alara extrajo de su bolsa los únicos enseres personales de los que disponía: un pictograma enmarcado de su familia -su madre, su padre, Kevan, Duncan y ella, sonrientes y felices, en el último Día del Emperador que habían pasado juntos, cinco meses antes de la tragedia; el pictograma, con la Pradera de fondo, había sido tomado por Randall Trandor-, el rosario de su madre, un grueso álbum con más pictogramas familiares, las condecoraciones póstumas de su padre y de su hermano, y el colgante de oro con el emblema del águila imperial que sus padres le habían regalado el día de su séptimo cumpleaños. Rozó el águila del collar con los labios mientras se lo ponía.
-Salve el Dios Emperador- dijo en voz alta. Y luego más bajo, en un susurro- os quiero, papá, mamá-.
Acto seguido, echó un vistazo a su crono y se dio cuenta de que apenas habían transcurrido dos horas y no sabía qué hacer. Se le pasó por la cabeza volver a cambiarse de ropa y bajar a entrenar al patio de armas, pero lo cierto es que el viaje la había dejado algo cansada, y no quería causar una mala impresión cometiendo algún error. Sin embargo, tampoco estaba tan cansada como para echarse un sueñecito, lo que sin duda debían estar haciendo en ese momento algunas de sus compañeras. Lo que realmente le apetecía era explorar, dar un paseo, pero, ¿por dónde? ¿La catedral? Entonces, se le ocurrió.
"Los gusanos gigantes. ¿Cómo se llamaban? Ah, sí, dinovermos. Y los saurios carnívoros, y los insectos gigantes, y toda esa encantadora fauna local. En Ophelia VII nos describieron someramente en qué consistía, pero si vamos proteger a los predicadores de sus ataques es conveniente que nos informemos en profundidad acerca de cómo combatirlos. Octavia dijo que era probable que hubiese una cábala del Ordo Xenos en Prelux Magna; si es así, y si yo soy la primera que tiene la iniciativa de ir a preguntar para recabar información sobre la fauna de Vermix, es probable que eso me haga ganar puntos delante de las Superioras. Si quiero ascender algún día a Serafín desde un destino como este, necesito todos los puntos que pueda reunir".
De modo que Alara, resuelta, salió de su celda y se encaminó a la de la Ejecutora Tharasia. Llamó a la puerta, y un "adelante" se escuchó de inmediato al otro lado. Alara entró y saludó marcialmente a su Ejecutora, que se encontraba de pie junto al escritorio con un cognitor encendido sobre la mesa.
-¿Sí, hermana Alara?-.
-Buenas tardes, señora. Solicito permiso para salir al exterior-.
-¿Con qué objeto, hermana?-.
-Si hay una cábala del Ordo Xenos aquí en Prelux Magna, quisiera visitarla. Creo que podría ser interesante recabar información acerca de cómo reconocer y combatir la fauna autóctona del planeta, con el fin de poder optimizar nuestra efectividad de cara a la misión que nos han encomendado-.
La Hermana Tharasia, que la observaba atentamente, asintió con aprobación.
-Buena idea, hermana Alara. Tiene mi permiso. Averigüe si hay tal cábala en el distrito eclesiástico, y de ser así, recabe la información y pónganos al corriente a mí y a la Hermana Superiora Lissandra-.
-A la orden, señora-.
-¿Algo más, hermana Alara?-.
-No, señora-.
-Muy bien. Puede retirarse-.
Alara se cuadró de nuevo y salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Se sentía muy satisfecha de sí misma. Acto seguido, se dirigió a la habitación de la Superiora Lissandra, situada en otra ala del mismo piso. Allí repitió la sugerencia que le había hecho a su Ejecutora e inquirió acerca de la cábala; como suponía, Lissandra estaba informada al respecto.
-Según los datos de los que dispongo, hay una cábala del Ordo Xenos en la ciudad, tal y como usted ha supuesto. Consiga hablar con alguien que la pueda poner al corriente. Y, hermana- añadió, antes de permitir marchar a Alara- ha tenido usted una idea excelente; espero que le saque provecho. Lo cual significa que me decepcionará mucho si no regresa usted con la información, o si esta resulta ser deficiente. Puede retirarse-.

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