A fe y fuego

A fe y fuego

sábado, 21 de mayo de 2016

Capítulo 29


DISCLAIMER: Pido disculpas por tardar tanto tiempo en actualizar. Estas últimas semanas he estado desbordada. Además de este fan-fiction, he publicado recientemente mi primera novela original (si os pica la curiosidad, es de fantasía urbana y podéis saber más de ella y leer un avance gratuito cortesía de la editorial, aquí). Salió a mediados de abril, y entre la corrección de las galeradas, la promoción, las presentaciones y las firmas, realmente no he tenido tiempo de escribir nada. Como compensación, os traigo un capítulo de los largos, con la mayor batalla que hayáis leído hasta la fecha. Espero que os guste, y prometo no tardar tanto en actualizar. Intentaré publicar el siguiente capítulo la próxima semana.



A.D. 838M40. Randor Augusta (Kerbos), Sistema Kerbos, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


No todo es estudio y entrenamiento físico para las aspirantes del Adepta Sororitas. La oración y la meditación tienen para ellas una importancia similar. Las hermanas asisten a misa tres veces al día: nada más levantarse, antes de comer y al caer la noche, pero rezan durante todas sus actividades diarias. Cualquier novicia que muestre desinterés por sus oraciones o llegue tarde al servicio religioso es automáticamente invitada a abandonar el convento. El Adepta Sororitas no desea ni tolera falsas devotas entre sus filas.
Para Alara, eso no es un problema. No sólo adora rezar; lo necesita. Cuando entona sus oraciones al Dios Emperador, es como si de algún modo volviera a entrar en contacto con su familia. Los ejercicios y el combate calman su odio, su ira y su rencor hacia los blasfemos y los desviados, pero la oración permite que la pena y la soledad se conviertan en una dulce añoranza en su corazón. Porque cada vez que reza, Alara recuerda que sus padres y sus hermanos son mártires del Imperio, y que por ello tienen un lugar a la diestra del Emperador. Desde allí velan por ella y la recuerdan, esperando el día en que se reunirán de nuevo.
Cada vez que reza, Alara Farlane, huérfana de la Schola Progenium, vuelve a tener una familia.
Además de orar, también medita. La meditación, que a menudo consiste en reflexionar sobre textos píos y sus diversos significados, suele llevarla por un camino u otro hasta el recuerdo de su familia. Sobre todo cuando las frases son como la de hoy: "Los milagros no existen, solo existen los hombres". Es una cita de Santa Sabbat, particularmente engañosa para las hermanas postulantes porque parece una negación de la divina providencia del Emperador hasta que una se para a reflexionar sobre ella atentamente.
Alara cree haber encontrado el verdadero sentido que encierra la frase. Lo que Santa Sabbat quería decir es que los milagros no se obran por sí mismos, ya que es a través de sus fieles como el Emperador actúa en beneficio de la humanidad. A pesar de que se han dado casos de santos míticos que vuelven en espíritu al mundo para luchar al lado de los puros, ni siquiera esos regresos servirían para nada si no hubiese puros dispuestos a combatir. Alara cree que la cita de la santa guarda relación directa con una que estudió la semana anterior: “Actúa como si todo dependiera de ti, y confía como si todo dependiera del Emperador”.
Al relacionar estas dos frases, Alara recuerda a su padre, el capitán Marcus Farlane. ¿Cómo se sintió cuando vio aparecer frente a él a los Marines Traidores? ¿Qué sintió? ¿Cuáles fueron sus últimos pensamientos antes de lanzarse al combate singular que le trajo a la vez la muerte y la victoria? Que la Guardia Imperial fuera capaz de contener y derrotar el ataque repentino de los Marines del Caos fue un milagro, sí… un milagro que sólo tuvo lugar porque hubo hombres valientes dispuestos a cumplir su deber, a luchar.
Entonces, Alara lo entiende. Los milagros no son explosiones de luz ni hordas de ángeles celestiales que aparecen de improviso. Los milagros son sembrados por el Dios Emperador en el corazón de los fieles, como una semilla secreta. Y son la fe, el valor, el cumplimento del deber, la determinación y el sacrificio los que los hacen germinar.
También Selene Farlane hizo un milagro aquella noche: el Emperador le concedió el valor y la fuerza para sacrificarse por sus hijos. Y Astrid, la hermana Serafín; ¿acaso no fue el Emperador el que la guió para que llegara en ayuda de Alara justo en el momento idóneo, en el lugar indicado? Gracias a ellas, ahora Alara está viva. Está en el convento de postulantes de Randor Augusta. Y se va a convertir en una hermana de batalla.
Vuelve a preguntarse una vez más qué sintió su padre antes de morir. Qué sintió su madre. Incluso qué sintió Astrid, que se arrojó a la batalla contra los Rapaxes sabiendo que en cualquier momento podría morir. Y una nueva cita religiosa le viene a la mente: “Morir para que otros vivan es una muerte gloriosa”.



A.D .844M40. Morloss Sacra (Vermix), Sistema Cadwen, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


Mientras el yate navegaba hacia la isla Zarasakis, Alara aprovechó para sacar uno de los tesoros que llevaba consigo: una ampolla inyectable del suero regenerador de Mathias. Tras el bajón de adrenalina, comenzaba a sentir el cada vez más lacerante dolor de las heridas que había recibido en el combate. Ninguna de ellas parecía tan grave como para impedirle seguir luchando, pero no quería arriesgarse; sabía que estaba sangrando y temía que alguna de las hemorragias fuera más intensa de lo que ella calculaba y le provocara un desvanecimiento en el momento más inoportuno. Abrió la cubierta protectora, se lo tendió a Octavia y se quitó el casco por un momento para que la Dialogante le inyectara el suero en la yugular.
A los pocos segundos de sentir el pinchazo, un dolor lacerante se extendió por todos los miembros de Alara. La joven se tendió en el suelo del yate y gimió, mareada y aturdida. Durante unos minutos que le parecieron eternos, el suero de Mathias trabajó a toda velocidad reparando sus tejidos mientras ella permanecía en un agónico estado de semiinconsciencia. Cuando fue capaz de volver a enfocar la mirada, se dio cuenta de que ya estaban cerca de Zarasakis.
Al llegar al embarcadero, Alara aún se sentía dolorida y mareada, pero los desagradables efectos del suero iban remitiendo poco a poco, y ya no estaba sangrando. Volvió a ajustarse el yelmo de la servoarmadura y se incorporó.
-Hemos llegado, hermanas- dijo el agente Lozzar.- Pueden bajar-.
Las dos Sororitas se dispusieron a bajar. Alara miró a Lozzar.
-¿Hay algún problema en que nos apropiemos de dos de las carabinas láser y varios cargadores de los herejes?-.
El Arbitrador negó con la cabeza.
-Por supuesto que no, hermana. Son todas suyas. Pero, si me permite la pregunta, ¿para qué las necesitan, disponiendo de armamento bólter?-.
-Nuestra munición bólter es limitada; cuando se termine, no tendremos manera de conseguir más suministros. Además, la sangre de los mutantes infectados, esos a los que han llamado Propagadores, es altamente infecciosa, y la munición bólter es explosiva. La hermana Octavia cree que existe una alta probabilidad de contagio si la sangre de los mutantes salpica a los ciudadanos-.
Tras coger una carabina láser cada una y ajustarse al cinto todos los cargadores que podían llevar, Alara y Octavia se despidieron de los Adeptus Arbites, que continuaron su camino para reunirse con el pelotón del Sargento Gaskill. Cerca del embarcadero había un destacamento de Policía Aduanera cuyo oficial miraba el yate con recelo y desconcierto. Alara, seguida de Octavia, se acercó a ellos a paso ligero.
-Adepta Sororitas. ¿Puede decirnos qué está pasando en esta isla, oficial?-.
-Sí, claro... -la mirada atónita del agente se detuvo durante un largo instante en las resplandecientes servoarmaduras rojas.- Estamos a su disposición, hermanas. La situación es desbordante, pero al menos tenemos calma. No se han detectado explosiones ni presencia de comandos herejes. Zarasakis está saturada de refugiados. Hemos perdido la conexión por radio, pero a juzgar por lo que hemos podido ver, la isla ha cuadruplicado su población normal y no para de llegar gente. Las calles están abarrotadas como en las fiestas de la Luminaria. Circular con vehículos a motor es complicado, pero si lo necesitan, podemos poner a su disposi...
Un estruendo interrumpió las palabras del policía, sobresaltándolos a todos. Un rosario de explosiones consecutivas resonó a lo largo de la isla, primero en las calles centrales y luego en las periféricas. Al instante, un sordo rumor reverberó en el aire, convirtiéndose poco a poco en un aullido informe: los gritos de millones de ciudadanos aterrorizados entrando en una espiral de pánico.
El oficial aduanero alzó la vista, horrorizado, y al imitarle, Alara y Octavia comprendieron el motivo de su horror. Los embarcaderos de la isla estaban situados al nivel del agua, pero la zona habitable y edificada se encontraba sobre un promontorio que caía en picado sobre la costa, sin duda para evitar que la pleamar y las tempestades pudieran provocar inundaciones en los barrios pudientes de Morloss. Unas escaleras ornamentadas con tallas de piedra y varias hileras de ascensores se alineaban en la pared de roca tallada, y en aquellos momentos una marea humana los estaba atestando. Ni un sólo ascensor llegó a bajar; los primeros en entrar debían estar muriendo aplastados o asfixiados bajo las oleadas de personas histéricas que trataban de colarse en su interior. Los que estaban atrapados dentro no podían salir, y los que intentaban entrar no permitían que las puertas se cerrasen. Dos de los ascensores, incapaces de soportar el sobrepeso repentino, se soltaron de sus engranajes y cayeron a plomo, estrellándose contra el suelo en un horrendo amasijo de cristal, metal, salpicaduras de sangre y miembros cercenados. Aquello tuvo la virtud de lograr que todos los ciudadanos que trataban de entrar en los demás ascensores los abandonaran a la carrera, despavoridos, aunque ya era demasiado tarde para muchos de los que habían entrado primero.
Por las escaleras comenzó a bajar a todo correr una marabunta de gente, a la que se unieron quienes huían de los ascensores. Era demasiada gente histérica tratando de escapar a la vez por el mismo sitio, y pronto se formó un tapón. Los que tropezaban y caían eran aplastados sin piedad. Algunos de los que se encontraban al borde recibieron empujones y cayeron al vacío entre alaridos, que se cortaron en seco cuando sus cuerpos golpearon el suelo y se quedaron allí, inmóviles, como muñecos desmadejados en un charco de sangre.
-¡Por el Sagrado Trono de Terra!- gritó el oficial.- ¡Mantengan la calma, por el Emperador! ¡No se traten de bajar todos a la vez!-.
Su grito se perdió en la marea de alaridos sin que ningún alma viviente, a excepción de sus hombres y de las dos Sororitas, pareciera escucharlo. Uno de los agentes miró a su jefe.
-¿Disparamos, señor? Tal vez su los asustamos para que no sigan avanzando...
-¡No sea necio!- exclamó Octavia.- ¡Lo último que necesitamos es que el pánico cunda todavía más!-.
-¡Pero alguien tiene que mantener el orden!- exclamó el agente.- ¡Se están arrollando unos a otros! ¡Y cuando bajen hasta aquí nos arrollarán a nosotros!-.
En ese momento, Alara se acordó de su garfio.
-¡Nosotras nos encargaremos!- exclamó.- ¡Octavia, conmigo!-.
Las dos jóvenes echaron a correr hasta llegar al pie del promontorio. Alara calculó la distancia; estaba alto, pero no tanto como para quedar fuera de alcance. Octavia se agarró a ella rodeándole la cintura con las piernas, y Alara activó la runa que despertaba al espíritu máquina del artefacto. El garfio salió despedido, llegó al borde de la cornisa y lo rebasó. Tras comprobar que estaba bien anclado, Alara pulsó una segunda runa, y el servomotor las alzó en el aire hasta que alcanzaron la cima del promontorio.
Tras saltar al otro lado, Alara y Octavia miraron alrededor. El caos cundía por doquier. La gente gritaba, se empujaba y trataba de huir. Unos rezaban en voz alta; otros llamaban a voces a sus familiares.
-Aquí no hacemos nada- exclamó Octavia.- ¡Alara, tenemos que subir ahí!- señaló con el dedo la estatua de un militar, situada en un pedestal de cinco metros de altura.
"No podremos llegar" pensó Alara, consternada. Entre ellas y la estatua había no había mucha distancia, pero el espacio estaba lleno a rebosar de gente despavorida, tan asustada que la inmensa mayoría ni siquiera se había fijado en las Sororitas. Entonces, tuvo una idea. "Si lanzo el garfio y consigo que el cable se enganche en el brazo de la estatua..."
-¡Vuelve a sujetarte a mí!- le pidió a Octavia, y volvió a pulsar la runa. El garfio voló por el aire, muy encima de las cabezas de los ciudadanos, y se enroscó con certera destreza alrededor del brazo. El cable de acero las arrastró entre la gente, que se apartó a duras penas al notar la embestida de dos armaduras de ceramita empujadas por un servomotor.
Cuando el garfio las alzó hasta la cima del pedestal, Alara se agarró a la estatua y desenganchó el cable mientras echaba un vistazo a su alrededor. El caos era tan grande y la multitud estaba tan apiñada que nadie, a excepción de aquellos que se habían visto obligados a apartarse para dejarlas pasar, habían reparado en su presencia. Los ojos de la joven otearon en todas direcciones, pero la marea de gente lo inundaba todo: mujeres, ancianos, hombres y niños, asustados, llorosos y desconcertados. Algunos parecían heridos, todos estaban pálidos de miedo. La barahúnda de voces formaba un coro discordante que ahogaba cualquier sonido. Sin embargo, Alara sabía que los terroristas herejes no debían andar muy lejos. El plano del yate lo dejaba muy claro: en la isla de Zarasakis había infiltrados comandos de infección. La primera parte del plan era evidente: provocar las explosiones para que la gente entrara en pánico y se amontonara. ¿Y después?
El mundo era una marea informe, chillona y desordenada. Los ojos de Alara siguieron barriendo el terreno, desesperados, frenéticos… y entonces su mirada se posó en un lugar situado a unos cincuenta metros de distancia, en medio de la plaza. Algo había llamado su atención: una furgoneta blanca, aparcada frente a una tienda de comestibles. No habría tenido nada de particular, de no ser porque se trataba de un vehículo muy similar a los que ya había visto desperdigados por las avenidas de Morloss: los furgones cargados de explosivos que habían explotado sesgando centenares de vidas humanas.
Entonces, la puerta corrediza de la furgoneta se abrió y de ella bajaron varios hombres, que apenas lograron avanzar unos cuántos metros antes de quedar inmovilizados en medio de la marea humana. Parecían ciudadanos corrientes, pero Alara sintió un escalofrío al verlos. Sus rostros no mostraban terror y desconcierto como el de los demás ciudadanos. Parecían inquietos, pero concentrados, como si estuvieran estudiando el terreno antes de entrar en acción. Y eran siete, y el que se encontraba a la cabeza del grupo tenía un aspecto macilento, enfermizo y abotargado.
Octavia pulsó la runa que activaba su amplificador de voz, dispuesta a lanzar una arenga tranquilizadora a la multitud. pero Alara la detuvo agarrándola del brazo.
-¡No lo hagas!-.
-¿Por qué?- preguntó su amiga, sorprendida.
“Porque no podemos llamarles la atención a ellos”, estuvo a punto de responder Alara, pero justo en ese momento empezaron los gritos. La joven masculló una maldición y se llevó la mano por reflejo al rifle bólter; de inmediato, recordó su propio plan y agarró la correa de la carabina láser.
En torno a los siete hombres se había formado un círculo vacío. Cinco personas estaban ya en el suelo, retorciéndose entre convulsiones. El hombre abotargado y enfermizo, uno de los que los herejes del yate habían llamado “Propagadores”, echó la cabeza atrás, y su cuello se infló como el de un sapo antes de que proyectara la cara hacia delante y lanzara despedida una asquerosa mezcla de escupitajo y vómito, que roció como un aerosol a los ciudadanos más cercanos. Seis personas más cayeron al suelo entre convulsiones y gemidos.
Alara apuntó, se dio un segundo para fijar el blanco y disparó: directa a la cabeza del Propagador. La carabina láser emitió un siseo, y el mutante quedó repentinamente congelado, inmóvil. Un círculo perfecto se dibujó en su frente: el del rayo que le atravesó el cráneo de lado a lado friéndole el cerebro. Sin emitir un sonido, el Propagador puso los ojos en blanco y cayó muerto al suelo. En ese momento, la voz de Octavia resonó a través del amplificador, clara y potente como un arroyo en primavera.
-¡Ciudadanos, no temáis! ¡El Emperador protege, y sus siervas están con vosotros! ¡No permitiremos que os hagan daño!-.
Los gritos histéricos que estaban volviendo a llenar la plaza amainaron de repente. Miles de miradas atónitas se giraron hacia ellas al oír la voz. Eran muy pocos los que alguna vez habían visto en persona a una hermana de batalla, pero la mayoría las reconocieron gracias a los hologramas de la propaganda imperial. También las vieron los miembros de comando hereje, cuyas expresiones, llenas de asombro y confusión ante la repentina muerte del Propagador, se llenaron de ira homicida al reconocerlas.
-¡Fuego!- aulló el líder.
De inmediato, él y los otros cinco sacaron los subfusiles que llevaban bajo los abrigos y comenzaron a disparar; cuatro de ellos a las Sororitas, otros dos a la multitud.
Todos los años, los días y las largas horas de entrenamiento de Alara la guiaron para mantener la cabeza fría y trazar a toda prisa un plan en su mente. En pie sobre el pedestal, eran un blanco fácil, aunque las servoarmaduras les ofrecieran cierta protección. ¿Abatir al enemigo o defender a la gente? Los alaridos agónicos de los ciudadanos que caían como fruta madura bajo el fuego automático de los subfusiles la decidió. Sin hacer caso de las balas que rebotaron contra la estatua, el pedestal y las hombreras de su servoarmadura, apuntó hacia los que estaban acribillando civiles.
-¡Sagrado Emperador, guía mi mano! ¡Lux mundi salva fidelium!-.
Sintió toda su fe, toda su devoción, ganando fuerza a través de la oración y liberándose a través de su disparo. Un halo de luz divina la envolvió mientras dos disparos láser consecutivos alcanzaban a los dos herejes que masacraban ciudadanos. Los dos cayeron muertos; uno con el corazón atravesado y otro con un agujero humeante en la sien.
Cuatro balas más rebotaron en la servoarmadura de Alara. Una de ellas le rozó el yelmo y la hizo trastabillar, pero consiguió mantenerse firme. Octavia, que rezaba en voz alta las Letanías de Fe, disparó con su propia carabina láser y abatió a otro hereje. Sólo quedaban tres.
-¡Dispersaos!- rugió el líder.- ¡Poneos a cubierto y acabad con esas zorras!-.
Alara apuntó hacia él, rezó una breve oración entre dientes y apretó el gatillo. No lo mató, pero le alcanzó en el costado y lo hirió de gravedad. La voz del hereje se rompió en un grito de dolor. Los otros dos intentaron huir, pero estaban rodeados de gente por todas partes. Empuñaron los subfusiles, a todas luces dispuestos a abrirse paso a tiro limpio entre la multitud. Los que adivinaron sus intenciones se encogieron de terror, sabiendo que no podrían escapar. Una de aquellas personas atrapadas era una mujer joven que llevaba en brazos a un niño pequeño, no mayor de tres años. La criatura se aferraba al pecho de la madre, que se giró y abrazó al pequeño para protegerlo con su cuerpo.
Entonces, el padre del niño alzó la mano sosteniendo una piedra, probablemente una esquirla de pared o de adoquín que había saltado por la explosión de los coches bombas, y lo arrojó con todas sus fuerzas a la cabeza del hereje. El pedrusco dio en el blanco, lo golpeó en la frente, y el terrorista se tambaleó mientras un hilo de sangre comenzaba a correr por su mejilla.
Aquel gesto cambió algo en la multitud. La milagrosa aparición de las dos Sororitas había detenido momentáneamente el pánico descontrolado de la gente, y el hecho de que aquel joven padre hubiese sido capaz de enfrentarse al terrorista y herirlo había roto el clima de terror. De súbito, los gritos que rodeaban al comando ya no eran de miedo, sino de ira. Un tipo maduro y fornido se abalanzó contra el único terrorista ileso que quedaba y lo empujó. No lo derribó, pero consiguió desestabilizarlo, y aunque su dedo apretó el gatillo, los disparos del subfusil salieron desviados, golpearon el suelo y rebotaron hiriendo a varias personas, entre ellos el propio terrorista. Antes de que pudiera volver a disparar, otros dos hombres se echaron encima suyo desde atrás y ayudaron al tipo fornido a inmovilizarle los brazos. El hereje se debatió furioso, pero antes de que pudiera soltarse, una mujer agarró del suelo uno de los subfusiles de los caídos y disparó a bocajarro contra él. La ráfaga le destrozó el vientre, desparramando sangre y fragmentos de intestino grisáceo.
Los gritos de la multitud se convirtieron en bramidos. El terror había dado paso a una ira virulenta. Los corderos se habían convertido en lobos. De súbito, los ciudadanos ya no querían huir de los terroristas, sino lincharles.
-¡Cabrones!- gritó un muchacho.
-¡Asesinos!-.
-¡Bastardos!-.
-¡Acabad con ellos!- exclamó Octavia.- ¡Muerte a los enemigos del Imperio! ¡Por el Emperador!-
-¡Por el Emperador!- aullaron un millar de gargantas.
Y, ante los ojos maravillados de Alara, una marabunta de gente cayó sobre los dos heridos. El jefe estaba en el suelo, retorciéndose, y no pudo impedir que quince personas rodearan su cuerpo caído y comenzaran a golpearlo con saña homicida. Una multitud de botas y puños rabiosos lo trituraron vivo, y sus gritos de agonía quedaron ahogados por el clamor airado de sus ejecutores. El que había sido herido en la cabeza trató de defenderse, pero antes de que pudiera disparar el subfusil un chico joven con pinta de pandillero saltó sobre él por la espalda y lo cosió a navajazos. Luego, lo agarró del cuello, le echó la cabeza hacia atrás y lo degolló. Sin duda era un maleante, un navajero de los barrios bajos, pero en aquel momento acababa de convertirse en un héroe. La gente que había a su alrededor prorrumpió en vítores, se abalanzó sobre el hereje moribundo y comenzó a patearlo, a pisotearlo y a golpearlo. El pandillero, enardecido, volvió a clavar la navaja en el cuello del terrorista y empezó a serrar. Al cabo de pocos segundos, con los brazos empapados de sangre hasta los codos, levantó la cabeza cercenada ante la multitud, que rugió de entusiasmo.
En menos de un minuto, los cadáveres estaban reducidos a pulpa sanguinolenta, a excepción del Propagador, que quedó intacto porque nadie se atrevía a acercarse a él, y mucho menos a tocarlo. Algunos intentaron socorrer a los infectados, pero Octavia volvió a hablar por el amplificador.
-¡No los toquéis!- ordenó.- ¡Su mal es contagioso! ¡Que nadie se acerque a menos de cinco metros de ellos!-.
La gente obedeció de inmediato. Necesitaban un líder, alguien que se hiciera cargo de la situación, y Octavia se había convertido en la imagen viviente de la autoridad imperial. Alara y ella se colgaron del pedestal y descendieron al suelo de un salto. La multitud se abrió como la marea para dejarlas pasar.
-¡Es mi madre!- exclamó una chica, señalando a una de las infectadas.- ¡Necesita ayuda!-.
-¡Apartaos de la carretera!- ordenó Octavia, señalando el camino que subía desde la orilla.- ¡Dejad paso para que lleguen los refuerzos imperiales! ¡Cuanto antes vengan, antes podrán ayudar a vuestras familias!-.
La gente se arrimó a ambos lados de la plaza de inmediato, abriendo un camino. El hueco se fue ensanchando carretera abajo, hasta que varios minutos después, lentamente, subió el vehículo-patrulla de los guardias aduaneros, que miraron con incredulidad a la multitud que les franqueaba el paso y a las dos Sororitas que les aguardaban en la plaza.
Los guardias supieron hacerse cargo de la situación. Tan pronto bajaron del coche, cerraron un perímetro de seguridad alrededor de los terroristas muertos y los ciudadanos infectados.
-¿Cree que podrán mantener el orden?- preguntó Alara al oficial.
-Sí- respondió éste, mirándola con un respeto reverencial.- Voy a enviar un agente para que traiga Adeptus Arbites y Medicae con urgencia-.
-No toquen a los infectados- le dijo Octavia- y no permita que nadie más lo haga, ni siquiera los Adeptus Medicae, a no ser que vayan equipados con un traje de aislamiento biológico-.
-Ordenaré a mi agente que transmita esa información- asintió el oficial.- ¿A dónde irán ustedes, hermanas?-.
-Este no es el único comando terrorista que hay en la isla- contestó Alara.- La gente nos necesita-.
El oficial asintió e hizo el saludo marcial. Alara y Octavia se giraron y echaron a andar, bordeando la plaza para tomar la Avenida General Leopold Kareman, que conducía hasta la Plaza del Emperador al otro extremo de la isla.
-Más vale que nos demos prisa- murmuró Octavia.- A pie, tardaremos un buen rato en llegar. Y eso si la gente nos lo permite-.
-No parece que haya mucha en esta avenida- observó Alara.- Parece como si las bombas hubiesen creado un cerco alrededor del centro de la isla. Los que han quedado fuera han saturado las salidas, y los que han quedado dentro se han apiñado en el interior. Mira cuánta gente parece haber allá-.
Efectivamente, la avenida estaba casi desierta. A lo lejos, entre los edificios, se atisbaba una masa humana, demasiado lejana para distinguirla con claridad. Alara apretó el paso. No podía apartar de sí la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo malo.
Fue en ese momento cuando oyó pasos a sus espaldas. Alguien las estaba siguiendo… y eran varios. Con rapidez felina, agarró la carabina láser y se giró de repente, apuntando a quien quiera que fuesen sus perseguidores.
Un nutrido grupo de ciudadanos imperiales se detuvo en el acto.
Alara y Octavia los miraron desconcertadas durante un instante. No era más que gente, gente normal, civiles imperiales que caminaban tras sus pasos. No parecían amenazantes, aunque sí amedrentados ante las armas que esgrimían las Sororitas.
-¿Qué están haciendo?- preguntó Alara con voz cortante.
Un hombre de unos sesenta años, con pelo y barba canosos, fue quien respondió.
-Vamos con ustedes- dijo.- Queremos ayudar-.
-¿Ayudar?- Alara estaba atónita.
El hombre asintió con gravedad.
-Queremos combatir a los herejes. Ustedes nos han salvado a todos; permítannos ayudarlas-.
-Queremos luchar por el Emperador- añadió otro hombre. Era el joven padre que había arrojado la piedra contra el terrorista que amenazaba a su hijo y a su esposa.
Alara miró a aquella gente. Eran algo más de un centenar de hombres y mujeres que la miraban con una mezcla de temor, respeto y resolución. La Eclesiarquía tenía prohibido reclutar ejércitos e hombres armados -esa era, de hecho, la principal razón de la existencia del Adepta Sororitas, que no eran hombres sino mujeres, y por lo tanto cumplían la ley, al menos nominalmente-, pero no era extraño que en casos flagrantes de herejía los sacerdotes alentasen a los civiles -no de manera abierta, claro está- a que formasen grupos de voluntarios que se conocían por el nombre de Frateris Militia. Cuando aparecían, se trataba de tropas no oficiales y mal organizadas, en su mayor parte formadas por ciudadanos fanáticos que se lanzaban al combate con más valor que sentido común, instigados por algún confesor exaltado que los contagiaba de su celo justiciero. Alara nunca había combatido al lado de Frateris Militia, entre otras cosas porque las Sororitas eran una de las mejores tropas de élite del Imperio y los Frateris se consideraban mera carne de cañón.
Y, sin embargo, la gente que tenía ante sí parecía diferente. No era un grupo de fanáticos zarrapastrosos enajenados por el discurso incendiario de los sacerdotes; parecían tranquilos y decididos, dadas las circunstancias. En cualquier caso, algo era cierto: ella y Octavia sólo eran dos. Muy pocas para combatir a todos los herejes de Zarasakis, por poderosas que fueran. Alara había desembarcado guiada tan sólo por una corazonada, dispuesta a enfrentarse a una suerte incierta, para impedir lo que quiera que fuese a pasar en aquella isla. No sabía muy bien aún contra qué peligros iba a medirse, qué era lo que iba a encontrar. Y de repente, allí los tenía: un grupo improvisado de gente dispuesta a luchar junto a Octavia y ella, a sacrificarse en nombre del Emperador. En menos de un segundo, Alara tomó una decisión. No podía tener nada en contra de que los fieles del Emperador lucharan y murieran en su nombre, pero tampoco le interesaba tener al lado a una tropa de civiles inexpertos que no tuvieran la menor noción de combate o se acobardaran en el momento más inoportuno. Se encaró a ellos con determinación.
-Soy la hermana Alara, Militante Redentora del Adepta Sororitas- dijo.- Si queréis luchar por el Emperador, no seré yo quien os lo impida. Pero si queréis marchar a nuestro lado, tendréis que obedecer nuestras órdenes. Que levanten la mano de inmediato todos los que no tengan ningún entrenamiento en combate-.
La mitad del grupo levantó la mano.
-¿Y los demás?- quiso saber Alara. Señaló al hombre canoso que había hablado en primer lugar.- Usted, ¿qué entrenamiento tiene?-.
-Fui suboficial en la Milicia Planetaria- respondió él.- Formé parte de ella durante diez años, me licencié y entré en el Adeptus Arbites. Ahora ya estoy jubilado, pero sigo recordando cómo luchar-.
Alara asintió con aprobación.
-¿Y usted?- inquirió, señalando a una mujer.
-Cumplí el servicio militar obligatorio en la Milicia-.
-¡Yo también!- exclamó alguien tras ella; muchas voces se le unieron.
Alara se fijó en un joven musculoso y fornido cuyos brazos y camiseta estaban manchados de sangre. Era el chico que había apuñalado y decapitado a uno de los herejes.
-Tú eres demasiado joven para haber cumplido servicio en la Milicia- le dijo.- ¿Dónde has aprendido a manejar el cuchillo? Quiero la verdad-.
El joven tragó saliva, pero dio un paso adelante con valor.
-Soy jefe de las Águilas Rojas. La banda más fiera de Morloss. Puede que los Arbites como el viejo no sean nuestros amigos, pero no se imagina la de veces que hemos calentado a los hijos de puta de los Gusanos-.
-¿Los Gusanos?- se interesó Alara.
-Los Guerreros Gusano- explicó el joven.- Otra banda. Unos mamones. Van por ahí diciendo que el Imperio es una mierda y no sé qué de antiguas tradiciones; nosotros no les hacemos ni puto caso. Pero les arreamos siempre que podemos, porque nadie se mete con el Emperador si un Águila Roja está delante-.
Alara enarcó una ceja, aunque el chico no pudo verlo porque el yelmo ocultaba sus rasgos. Así que un pandillero con lealtades religiosas. No era lo más usual, pero tampoco extraño. Y era evidente que sabía pelear.
-Muy bien- dijo.- De los que han recibido entrenamiento, ¿quiénes tienen armas?-.
Unas cincuenta personas alzaron la mano.
-Los que están entrenados y tienen armas pueden acompañarnos. Los demás, que regresen a la plaza. No toleraré protestas- añadió con severidad, al vislumbrar caras de decepción.- El Imperio les necesita a todos. Necesita a hombres y mujeres valientes y leales como ustedes. Pero el combate no es la única forma de servir al Dios Emperador. Hay agentes del Arbites y doctores del Medicae          que se dirigen ahora mismo hacia aquí. Quiero que los no combatientes les ayuden a llegar, y que se pongan a sus órdenes como voluntarios. Gracias a ustedes, hoy se salvarán muchas vidas. El Emperador espera que protejan a sus fieles; no le decepcionen-.
Al oír aquellas palabras, las caras de decepción dejaron paso a la determinación. Incluso al orgullo. Alara miró a los que se habían declarado aptos para luchar.
-A ustedes no voy a engañarles- dijo.- Nos dirigimos a luchar contra un enemigo terrible. Los herejes y traidores que están atacando Morloss sirven a los Poderes Ruinosos. Es posible que nos enfrentemos a mutantes, incluso a brujos; no sólo a meros terroristas armados. Y todos ellos son fanáticos, están motivados y no conocen la piedad. Cualquiera de ustedes podría morir en combate. Aquellos de ustedes que tengan familiares a su cargo o no se sientan capaces de abrazar el martirio, pueden retirarse y acompañar a los voluntarios de apoyo sin ningún tipo de reproche. Prefiero que sean útiles en retaguardia a que se arrepientan cuando estemos en mitad de un tiroteo-.
Unos cuántos vacilaron. Menos de los que Alara creía. Veinte personas se echaron atrás, todos ellos hombres y mujeres jóvenes, en edad de tener hijos. La joven Militante se dio cuenta de que el joven que había lanzado la piedra al hereje no se contaba entre ellos.
-Usted- dijo, señalándolo.- ¿Seguro que no quiere regresar? Su valor y su lealtad han quedado probados en la plaza. Tiene una esposa y un hijo, ¿no va a volver con ellos?-.
El joven negó con energía. Su mirada estaba llena de determinación.
-Esos herejes, la Disformidad se los lleve, han intentado matar a mi mujer y a mi niño delante de mí. Quiero ir a por ellos; quiero luchar. Si muero como mártir, mi hijo irá a la Schola Progenium y se convertirá en la élite de la Humanidad. El Imperio cuida de nosotros. El Emperador protege-.
Una leve punzada atravesó el corazón de Alara. ¿Acaso su padre había pensado del mismo modo? ¿Habría muerto Marcus Farlane con la misma esperanza que brillaba en los ojos de aquel joven padre?
Entonces, algo cambió en el aire. Algo semejante a una extraña vibración de electricidad. El cielo se oscureció, el aire se enrareció, y un brillo lejano resplandeció sobre la distante plaza del General Kareman, al otro extremo de la larga avenida. Un rumor atravesó el aire, apagado al principio, poco a poco cobrando fuerza. Alara lo reconoció: eran gritos. Un aullido colectivo de terror, del pánico, que se iba acercando a medida que su origen también se acercaba: el de una estampida humana, una oleada de personas que avanzaban por la avenida a todo correr entre alaridos de horror.
“Vienen hacia aquí”.
Ya no había tiempo para pensar.
-¡Voluntarios no combatientes, regresen de inmediato e informen de la situación a las autoridades!- rugió Alara.- ¡Combatientes, vengan conmigo! ¡A partir de ahora son el Primer Pelotón del Frateris Militia de Morloss Sacra, y están bajo mi mando! ¡Síganme de inmediato! ¡YA!-.
Echó a correr hacia un edificio situado dos manzanas más adelante. Era consciente de que no podía avanzar mucho más si quería tener tiempo de tomar posiciones antes de que llegara la multitud. Una cosa estaba clara: si huían de ese modo, era porque algo les perseguía.
Ese algo se estaba acercando.
No había tiempo para lindezas. Voló la cerradura del patio de un disparo y abrió la puerta para que los Frateris Milita entraran en el edificio. Acto seguido, cerró la puerta para que a ninguno de los que huían se le ocurriera entrar, y contó a los Frateris con rapidez. Eran treinta. Miró al Arbitrador jubilado.
-¡Usted! ¡Nombre y graduación!-.
-Sargento Gustav Fenner, a su órdenes-.
-¿Y tú?- se dirigió al pandillero de los Águilas Rojas.
-Axel Eshkar, para servirla, hermana-.
-¡Nos dividiremos en cuatro escuadras de ocho miembros cada una! ¡Primera escuadra conmigo! ¡Segunda escuadra con la hermana Octavia! ¡Tercera escuadra con el Sargento Fenner! ¡Axel, estás al mano de la cuarta escuadra! ¡Tenemos que tomar posiciones a lo largo de todo el edificio antes de que llegue la gente!-.
Echó a correr escaleras arriba, seguida por los demás.
-¿Estás segura de lo que haces?- le preguntó Octavia por el comunicador de la servoarmadura.
-¿Qué quieres que haga, si no? Ellos se han ofrecido voluntarios-.
-Me refiero a los grupos. Fenner todavía, si es quien dice ser, pero, ¿Axel?-.
-Ese chico es el líder de una banda callejera- replicó Alara, sin dejar de subir escalones a toda velocidad.- Joven e indisciplinado, pero tiene valor y sabe mandar; de lo contrario, se lo hubieran comido crudo. Y no me cabe duda de que también sabe luchar. Si puede disparar y ordenar a otros que disparen, servirá. Cada planta tiene cuatro puertas y en cada casa hay un balcón; necesitamos controlar todos los ángulos del edificio o tendremos un punto ciego que podría favorecer al enemigo-.
Octavia no replicó. Alara era consciente de que, en aquel momento, la militar de mayor rango era ella. De Militante recién consagrada, jefa de escuadra desde hacía poco más de un mes, había pasado a ser líder del Primer -y único- Pelotón del Frateris Militia de Morloss. A efectos prácticos, aquello le daba el mismo rango que una Hermana Ejecutora, pero no tenía tiempo de preocuparse ni de sentir el vértigo que en otras circunstancias le habría dado la situación.
No sabía si en Zarasakis había unidades de la Guardia Imperial. También ignoraba dónde estaban la Ejecutora Alexia y su pelotón; sólo sabía que iban a bordo del Valkyria que luchaba contra la flota de brujos, pero no había vuelto a saber nada más de ellas. Los comunicadores aún no funcionaban. Eso significaba que, en lo que a Alara respectaba, ella era la única que quedaba en Zarasakis para hacer frente al mal que se aproximaba. Ella, Octavia, y la tropa que tenía al mando. Cualquier cosa que no fuera analizar la situación y elaborar una estrategia en consecuencia se había esfumado de su mente.
Fueron desplegándose por el edificio mientras tomaban posiciones. Llamaron a las puertas, haciendo valer el rango de las Hermanas ante los inquilinos que las abrían y volando las cerraduras cuando no contestaba nadie. El grupo de Alara tomó posición agazapándose en el balcón del salón o al lado de las ventanas, mientras los demás hacían lo propio en las viviendas contiguas.
Ya desde un punto seguro, Alara se permitió observar. La marea aullante que huía hacia allí empezaba a llegar. La joven se estremeció al verlos; la mayoría de ellos estaban en pánico absoluto, con los rostros verdosos y los ojos extraviados como si acabaran de contemplar visiones tan aterradoras como para cercenarles la cordura. La primera oleada rebasó el edificio y siguió corriendo hacia el principio de la avenida… y, en ese momento, se comenzaron a desmayar.
Fue aterrador, maligno y orquestado con una precisión milimétrica. De súbito, apenas veinte metros más allá de su posición, Alara vio cómo una extraña humareda blanca emergía de las alcantarillas. Era un gas denso y pesado, pues apenas levantaba más de un par de metros sobre el suelo, y todo el que lo respiraba sufría una convulsión y quedaba tirado en el suelo. Si estaban inconscientes o muertos, Alara no lo sabía, aunque los primeros en caer morirían asfixiados sin dudar; el gas se estaba extendiendo a lo largo de toda la manzana, y los ciudadanos que huían pronto se encontraron atrapados ante una muralla humana de cuerpos caídos que no dejaba de aumentar. Los que fueron tan estúpidos como para intentar escalarla cayeron víctimas del gas como todos los demás. El reto, dándose cuenta de lo que les sucedería si avanzaban, se detuvo en seco, y los primeros fueron empujados o arrollados por los que venían detrás.
Alara tragó saliva, intentado sobreponerse a la pesadilla que se desarrollaba ante sus ojos. Los gritos de los hombres, los lamentos de las mujeres y el llanto de los niños se entremezclaba en una cacofonía de miedo y dolor. Cientos de personas morían aplastadas sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Los supervivientes se apiñaban, histéricos, sin saber por dónde huir ni cómo avanzar.
“¿Por qué no escapan por las calles laterales?”, se preguntó Alara, y al cabo de un segundo ella misma dedujo la respuesta. Si no estaban huyendo por allí, era que algo bloqueaba las salidas. Algo que seguramente habían colocado allí los propios terroristas, para atrapar a la gente en la avenida e impedirles escapar. Algo como…
Un grito agudo hendió el aire. Después de ese, muchos más. Incluso antes de asomarse, Alara ya sabía lo que vería ante ella: otro comando de infección, con un Propagador a la cabeza dispuesto a seguir extendiendo la enfermedad. En esta ocasión era una mujer, una mutante abotargada de pelo estropajoso que escupía aquella bilis mortífera sobre las víctimas más cercanas. Alara apuntó de inmediato con la carabina láser.
-A mi orden, disparen a los terroristas armados- siseó.- De la mutante me encargo yo. ¡Fuego!-.
Por fortuna, los objetivos estaban a poca distancia y no los habían visto. El ataque repentino les vino desde altura, por sorpresa, y no tuvieron tiempo de reaccionar. Un par de disparos láser atravesaron la cabeza de la mutante, que cayó al suelo como un fardo inerte. Antes de poder siquiera sorprenderse, los terroristas comenzaron a recibir fuego graneado desde los balcones. Algunos trataron de responder, pero todos cayeron muertos o gravemente heridos antes de poder hacer algo más que causar heridas leves a los Frateris o reventar algún que otro cristal. La matanza fue rápida, brutal y puso fin a las infecciones, pero los gritos no dejaron de sonar. Alara se atrevió a asomar la cabeza para otear la distancia… y un estremecimiento de rabia e impotencia la recorrió.
Habían acabado con aquel comando, pero había muchos más. A decenas de metros de distancia, un par de bocacalles más allá, había surgido otro comando. Y más allá otro, y luego otro, y otro… hasta donde su vista alcanzaba a través de aquella avenida interminable, los comandos surgían y los Propagadores no dejaban de infectar. Cambiando al rifle bólter y usando la mira telescópica podría abatir al siguiente comando, tal vez al otro… pero ya no podría ir más allá. Los terroristas seguirían infectando, la gente seguiría muriendo, y a lo lejos, en la distante plaza de Leopold Kareman, el cielo estaba oscuro y una espiral de nubes negras giraban erizadas de electricidad. Allí se estaba gestando algo, lo sabía, algo oscuro y maligno… y a través de aquella avenida atestada donde los Propagadores repartían muerte e infección a cada minuto que pasaba, nunca podrían llegar.
Tanto daba que Octavia y ella estuvieran solas o que contaran con Frateris Milita. No lo conseguirían jamás. La única opción habría sido un transporte aéreo, y aparte de que no tenían ninguno, Alara estaba segura de que, quienes quiera que fuesen los que estaban provocando la tormenta que se cernía sobre la plaza, habrían destacado efectivos para neutralizar cualquier ataque que viniera del cielo.
Entonces, la joven desvió la vista hacia abajo, donde los cuerpos exánimes de cientos de civiles formaban una grotesca muralla humana, y se le ocurrió.
“Por el aire no es el único camino… también podemos ir por debajo de la tierra”.
El corazón le palpitó con fuerza al descubrir aquella posibilidad. Las alcantarillas debían ser transitables, porque alguien debía estar ocupándose de dejar salir el gas. Y si conseguían eliminar a quienes estuvieran allí abajo, tendrían tránsito libre para recorrer las entrañas de la isla y llegar a la plaza del general. Tal vez podrían detener lo que estaba sucediendo.
El inconfundible sonido de las sirenas del Adeptus Arbites cortó el aire. Alara vio que la plaza Coronel Hausser, a donde los ciudadanos despavoridos no habían conseguido llegar por culpa del gas, se llenaba de vehículos del Arbites y el Medicae. Los agentes que comenzaron a acercarse a la muralla humana portaban armaduras caparazón completas y máscaras antigás.
Alara ordenó a los Frateris que bajaran a la calle y se mantuvieran lejos del humo blanco. Ella y Octavia, protegidas por el filtro de las servoarmaduras, se acercaron a la montaña de civiles inconscientes para ayudar a los Arbites a despejar el lugar. Al cabo de unos minutos de afanoso trabajo retirando cuerpos y dejándolos a un lado, consiguieron abrir una brecha para que los agentes pudieran pasar. El líder arbitrador se acercó a las hermanas a paso ligero.
-Capitán Haphner. Ustedes deben ser la hermana Alara y la hermana Octavia. Los voluntarios civiles nos lo han comunicado-.
-En efecto- Alara lo saludó con el signo del Aquila.- No hay tiempo que perder, capitán. ¿Disponen de comunicadores?-.
-Ninguno que funcione-.
“¿Hasta cuándo van a seguir esos malditos herejes saboteando las líneas? ¿Dónde están las fuerzas del Adeptus Mechanicus, fabricando tuercas?”.
-Bien, en ese caso dispondremos de nuestros propios recursos. Los herejes están filtrando algún tipo de gas nervioso por el sistema de alcantarillado. También tenemos fundadas sospechas de que en la plaza Leopold Kareman podría estarse gestando algún tipo de ritual. Debemos llegar hasta allá y detener lo que sea que estén haciendo-.
Haphner llegó de inmediato a la misma conclusión que ella.
-Hemos de despejar las alcantarillas. Será nuestra única vía posible para avanzar-.
Alara asintió.
-A lo largo de la avenida hay comandos de terroristas acompañados por mutantes infecciosos. Es necesario neutralizarlos, pero deben hacerlo con cuidado. Sus fluidos son extremadamente contagiosos-.
-Vamos preparados, hermana; no se preocupe. Sugiero que nos dividamos. ¿Estoy bien informado si creo que esos civiles armados son Frateris Militia?-.
-Supone correctamente, capitán-.
-Muy bien, pues que esperen allí y que abatan a cualquier terrorista que se acerque. Les ruego que nos ayuden a sacar de esa montaña humana a los civiles; debemos despejar las alcantarillas o no podremos acceder al subsuelo-.
Alara dio órdenes a Fenner y a Eshkar, que posicionaron a los demás Frateris en posición de tiro tras cobertura para poder abatir a los terroristas que intentaran acercarse. Después, ella y Octavia se unieron a los arbitradores para despejar el terreno, advirtiendo a los civiles que se echaran atrás. A medida que los cuerpos se amontonaban en hileras, el gas tóxico prisionero bajo ellos se volvió a elevar.
Alara trabajaba metódicamente, intentando no mirar las caras de las víctimas. Por su mente cruzó una fugaz pregunta.
“¿Tuvieron que hacer los Arbites y las Sororitas de Galvan algo similar? ¿También ellos tuvieron que retirar cuerpos de las avenidas mientras los civiles gritaban y morían en la ciudad?”.
Entonces, cuando acababa de dejar en el suelo el cuerpo de un anciano y se disponía a ir a por el siguiente, una voz que no formaba parte de sus pensamientos resonó en su cabeza.
Hermana Alara, gracias al Emperador que la he encontrado al fin.
Alara dio un respingo.
-¿Qué?- exclamó.- ¿Quién?-.
Soy Baltahzar Astellas, del Ordo Hereticus. ¿Me recuerda?
Al instante, el vello de Alara se erizó. Por supuesto que le recordaba. El telépata de cabello platino que formaba parte del grupo de Syrio Dryas. La repugnancia la estremeció al darse cuenta de que la mente de un psíquico, impregnada de asquerosa e impía energía disforme, estaba tocando la suya.
No se preocupe, hermana, no corre peligro de ningún tipo. Sólo estoy aquí en forma espiritual, comunicándome telepáticamente con usted. Mi cuerpo físico se encuentra en estos momentos en la sede central del Adeptus Arbites, custodiado por Damian Vogel, el cual tiene órdenes de volarme la cabeza de inmediato si me sucediera algo anormal. Los pensamientos adquirieron un tinte sarcástico. Así que ya ve, el que corre peligro soy yo, y aquí me tiene. Trabajando por el Emperador.
“¿Qué quiere de mí?”, pensó Alara, suponiendo que el psíquico la oiría.
No se equivocó.
El Legado Dryas me ordenó que las encontrara. Dado que las comunicaciones no funcionan, todos los telépatas de Morloss Sacra estamos trabajando a pleno rendimiento. Los astrópatas están coordinando el Arbites y la Guardia Imperial. Yo soy el enlace de la Inquisición; mi misión es poner en contacto a los miembros del Ordo Hereticus y el Ordo Xenos para hacer que fluya la información y llevar a cabo cualquier plan.
“El Ordo Xenos… ¿Mathias está bien?”.
La pregunta surgió en la mente de Alara antes de que la pudiera controlar. Astellas también la oyó.
He localizado al Doctor Trandon en el Hospital General de Santa Sybila, aquí en Zarasakis. El señor Skyros y la hermana Valeria están con él. Cuando me fui, los tres estaban bien.
Alara tuvo sentimientos encontrados. Por una parte, la tranquilizó saber que Mathias estaba sano y salvo. Pero por otra, la inquietaba que estuviera tan cerca. Si lo que los herejes estaban intentando hacer en Zarasakis tenía éxito, ni él ni los demás podrían escapar. Se tragó su preocupación con rapidez, temiendo que Baltazhar Astellas percibiera en ella sentimientos que no quería mostrar. En lugar de ello, se concentró en la maraña de nubes negras que se retorcía sobre la plaza Leopold Kareman.
“¿Sabe lo que está pasando en la plaza? Necesito saberlo”.
La voz mental de Astellas vaciló un poco antes de responder.
Es un ritual psíquico. No lo he visto, pero lo siento. Están invocando energía disforme… y en gran cantidad.
Aquello confirmó los peores temores de Alara. Los brujos que habían logrado escapar del asalto marítimo se habían concentrado en la plaza del general. Por fortuna eran pocos, muchos menos de los que en principio iban a reunirse en la isla, y probablemente aquello haría que lo que quiera que estuviesen haciendo fuera más lento y tardase más.
“Tenemos que impedírselo. No podemos dejar que lo consigan. Necesito que vaya hasta allí, Baltazhar. Quiero saber cuántos son, de qué defensas disponen, cuáles son sus poderes… todo lo que pueda averiguar de ellos sin que lo detecten. ¿Cree que podrá conseguirlo?”.
La voz del telépata resonó en su mente con un deje cauteloso.
Si me descubren, soy hombre muerto… o algo peor. Pero lo tengo que intentar. Espere mi comunicación, y si en diez minutos no he regresado, deme por perdido y avancen de todas maneras.
Alara tragó saliva.
“Vaya con cuidado”.
Rece por mí, hermana.
Antes de que ella pudiera contestarle que lo haría, la voz de Astellas se esfumó de su mente. Y, aunque nunca lo hubiera creído, Alara se descubrió a sí misma rezando porque volviera. Sentir la voz de un psíquico en su mente era aterrador… pero no volver a sentirla significaría algo mucho, mucho peor.
Siguió trabajando codo con codo junto a Octavia y los arbitradores, sin dejar de rogar al Emperador que mantuviera al psíquico oculto a los ojos de sus enemigos. Pasaron varios minutos. Cinco. Siete. Ocho…
Alara comenzaba a sentir una opresiva sensación de angustia en el pecho cuando la voz la volvió a sobresaltar.
Hermana Alara, soy yo. Astellas sonaba agitado, ansioso, casi asustado. Lo he visto. Han estado a punto de atraparme. Desaparecí de inmediato al notar que una de sus mentes fijaba su atención en mí. Si no llego a escapar…
Su silencio fue más ominoso que cualquier palabra que pudiera pronunciar.
“Pero está bien, no le han localizado, ¿no?”
No, creo que no. No estaría aquí si lo hubieran hecho.
“Bien, ¿qué es lo que hay?”.
En lugar de contestar con palabras, Balthazar introdujo una imagen en su cabeza. Fue una sensación extrañísima, como estar viendo por un instante fugaz a través de los ojos de otra persona. Un círculo de arbitradores y guardias imperiales se extendía alrededor del círculo central de la plaza, separando al extraño grupo que allí se reunía de una multitud de civiles extrañamente encogidos e inmovilizados que se agazapaban indefensos a lo largo de la monumental rotonda y las calles adyacentes. Había un extraño dispositivo cuajado de cristales geométricos instalado sobre la estatua descabezada del general que daba nombre a la plaza, y varios individuos vestidos con extrañas túnicas de colores o resplandecientes armaduras alzaban las manos alrededor del pedestal. Estaban separados en dos grupos, y parecían sumidos en un trance de invocación.
“No lo entiendo”, pensó Alara, confusa. “¿Por qué los arbitradores y los guardias imperiales no les atacan?”.
Porque están dominados. Lo he visto en sus mentes. El cónclave está formado por psíquicos que consiguieron llegar a las Tres Hermanas, capturaron a la dotación de dos Valkyrias que habían ido a proteger a los habitantes de la isla, y ahora tienen a todos esos guardias controlados mentalmente y protegiéndolos mientras forman un coro en torno a la estatua del general Kareman. Hay biomantes, telépatas, telequinésicos, piroquinésicos, crioquinéticos y al menos tres videntes. Varios comandos de terroristas que ya estaban infiltrados en Zarasakis desde hace semanas mantienen cerradas las calles y patrullan la zona.
“¿Sabe qué pretenden hacer?”.
Sí. Lo percibí en la mente de uno de ellos, justo antes de que el telépata me percibiera. No pude ver los detalles del plan con total claridad, pero al parecer planean abrir una brecha en la Disformidad para abrir paso a un ejército demoníaco, con el Heraldo de Ledeesme al frente.
“¿El Heraldo de Ledeesme?” Alara hizo la señal del Aquila. “¡Van a traer de vuelta a Pustus! ¡Mis hermanas murieron para expulsarlo del Shantuor! ¡No podemos permitir que regrese!”.
Eso no es lo peor, hermana. No lo hará solo. Junto a él vendrá su hueste, y tras él llegarán más Heraldos… y al final, la Gran Inmundicia que los reunirá a todos para mancillar Morloss Sacra y sumir el planeta Vermix en una espiral de locura y corrupció”.
Alara tragó saliva, horrorizada. Si los brujos tenían éxito, Vermix podría convertirse en un mundo demoníaco. El Ordo Malleus jamás llegaría a tiempo para detener la invasión. Mathias, Octavia, Valeria, Mikael y ella misma, todos los que se encontraban en Morloss Sacra morirían… y podrían considerarse afortunados si lo hacían sin perder sus almas en el proceso. Lord Crisagon se vería obligado a evacuar a toda prisa Prelux Magna, y una vez en la órbita planetaria…
Exterminatus. El pensamiento de Baltazhar resonó al unísono con el suyo.
“¡No! ¡Eso no sucederá!”, pensó, desesperada. “¡Lo impediremos! ¡El Emperador me ha traído aquí para que lo impida, debe haber alguna manera!”.
Soy todo oídos, hermana. ¿Qué propone?
Alara se forzó a pensar a toda velocidad. Recordó la disposición de la plaza, los edificios, la avenida y las calles adyacentes que la colindaban.
“En algún lugar de Zarasakis debe estar el pelotón de mi Orden comandado por la Hermana Ejecutora Alexia. ¿Podrá encontrarla?”.
Puedo intentarlo. Que acepte ponerse en contacto conmigo es otra cuestión.
“Dígale que yo le envío, que va de parte de la hermana Alara. Si le dice eso, le escuchará. Cuéntele lo del cónclave impío. Y dígale… dígale que tengo un plan”.
¿Qué plan?
“Aún no me he atrevido a perfilarlo al detalle”.
La confusión de Astellas fue más que evidente.
¿Perdón?
“Los videntes. Usted ha dicho que entre los brujos había videntes”.
Sintió la ira y la impotencia del telépata.
Maldita sea, es verdad. Espere, creo que puedo arreglarlo. Al menos en parte. Pero va a tener que confiar en mí.
Alara frunció el ceño.
“¿A qué se refiere?”.
Escuche, tiene razón. Las videntes ven el futuro, y esas tres en concreto no sólo son psíquicas no autorizadas; sus almas apestaban a blasfemia y corrupción. Son cultistas consagradas a los Poderes Ruinosos, siervas de Tzeench. En el momento en que usted diseñe el plan, ellas lo sabrán. Y alertarán a los demás, arrebatándonos el factor sorpresa. Sea lo que sea lo que esté usted pergeñando, no lo conseguiremos jamás… a no ser que me permita tender un manto de ocultación mental alrededor de usted y de quienes la acompañen.
“¿Un qué?”.
Se trata de proteger sus mentes con mis poderes psíquicos, creando una especie de escudo mental. De ese modo, los poderes de los demás psíquicos no podrán alcanzarlas. Las variantes que se gesten en su cerebro no aparecerán en las visiones de las videntes. Pero para eso tendrá que abrir su mente por completo a mi poder. Deberá confiar en mí… aunque sea un psíquico, y en mi cabeza exista un portal abierto a la Disformidad. ¿Cree que podrá hacerlo?
Alara sintió náuseas. Pero, por encima del horror y el sobrecogimiento, se abrió paso otro sentimiento: una feroz resolución. Todos los sucesos extraños que habían acontecido en las últimas semanas desfilaron por su mente, formando una cadena de eslabones consecutivos que al fin podía distinguir con claridad.
Su reencuentro con Mathias. Sus sospechas acerca del Gran Gusano. Sus investigaciones sobre la Matanza de Galvan. La organización de la expedición. Su corazonada de buscar refugio en Shantuor Ledeesme. Los hallazgos acerca del Conde Loco. Su encuentro con el padre Lucius. La atroz pesadilla premonitoria sufrida la noche anterior. Todo lo sucedido antes de llegar a Zarasakis… Era como si el Emperador la hubiera tomado de la mano y hubiese guiado sus pasos hasta aquel momento, aquel lugar. Y todo había sido por una razón.
“Debo impedir el ritual. Y si Baltazhar Astellas está aquí, es porque él debe ayudarme a hacerlo. Ambos somos instrumentos del Emperador. Divino Padre, me someto a tu voluntad”.
Ha elegido con sabiduría, hermana. Los pensamientos del telépata destilaban una velada satisfacción… y un creciente respeto. Permítame, por favor.
Alara sintió como si una sustancia espesa, gelatinosa, constriñera su mente… y de repente, aquella sensación cristalizó, convirtiéndose en una especie de cápsula psíquica que la mantenía encerrada en su interior. No era en absoluto agradable, pero sí necesario. Ahora podría pensar con claridad.
“¿Usted también está protegido por el hechizo?”.
Yo, y todos aquellos a los que usted señale y mi poder pueda alcanzar. Sólo puedo hacerlo con un número limitado de personas, pero creo que bastará.
“Muy bien, este es el plan: la hermana Octavia y yo nos adentraremos en las alcantarillas con una escuadra de Frateris Militia y otra de Adeptus Arbites. Acabaremos con los terroristas del subsuelo, lo cual sin duda provocará la alarma del cónclave, dado que llevan esos condenados medallones de comunicación al cuello. Seguramente el coro de telépatas del cónclave se encarga de recibir y coordinar la información que llega, del mismo modo que el coro de biomantes se encarga de levantar los cadáveres de los que caen. Lo cual significa, imagino, que los telépatas y las biomantes forman parte del mismo coro, ¿no es así?”.
Buena deducción, hermana. Así es. El cónclave consta de dos coros bien diferenciados. Los telépatas, biomantes y videntes vigilan y coordinan a los terroristas, mientras que los telequinésicos mantienen una cúpula de protección alrededor de la plaza que previene cualquier ataque psíquico y los criomantes y piromantes los protegen. En el centro están los otros, los de las armaduras extrañas. A esos no los he podido identificar. Todos los psíquicos del cónclave aportan hasta cierto punto energía para abrir el portal, pero los que realizan la invocación son ellos. Y no estoy… ni siquiera estoy seguro…
El telépata titubeaba. Alara lo animó.
“¿Qué pasa con ellos?”.
Al igual que las videntes, apestaban a corrupción. Pero había algo más. Su impronta mental era extrañísima. No me atreví a acercarme más, pero ni siquiera estoy seguro de que fueran del todo… humanos.
Ella se extrañó.
“¿Qué quiere decir con eso?”.
No estoy seguro. Y para el caso, da igual. Ellos están abriendo el portal, es todo lo que necesitamos saber. Y su factor psíquico es brutal. El líder, el de la armadura verde, sin lugar a dudas es un alfa. Los secuaces de la armadura azul deben ser betas o gammas. Ninguno era inferior en poder a mí.
Alara reflexionó durante un minuto. El plan iba cobrando cada vez más forma en su mente.
“Muy bien. Entonces dígale a la Ejecutora Alexia que se mantenga a la espera con las hermanas y ataquen en el momento indicado. Que será cuando los telequinésicos mueran y el escudo caiga”.
La mente de Astellas emitió un estremecimiento de sorpresa.
¿Y cómo pretende conseguirlo, hermana?
“Lo voy a necesitar a usted. La coordinación será fundamental. Por lo que veo, el principal problema para acabar con los psíquicos es el escudo de fuerza que los protege, y que sin duda ni dejará entrar las balas ni permitirá que nadie lo atraviese físicamente, ¿verdad?”.
Así es.
“Pero si los telépatas mueren, se rompe la concentración, ¿no?”.
En realidad, basta con que muera el líder del coro. Es el más poderoso. Él mantiene el escudo activo y los otros dos telépatas le ceden su poder. Si el jefe muere la conexión se rompe y el hechizo también. Pero, ¿cómo llegar hasta él? Yo no puedo dañarle, y usted tampoco.
“No, pero puede obligar a un piromante o a un criomante a matarle”.
¿¿Cómo dice??
“¡Usted puede hacerlo, Astellas! ¿Acaso no posee el don de la dominación mental? ¡Puede forzar a un piromante a quemarlo vivo, o a un criomante a congelarle! Además, eso creará confusión. Tal vez haga que desconfíen y se ataquen entre ellos”.
Pero una vez haga eso, me encontrarán. Sabrán que estoy ahí. Todos irán a por mí.
“En ese caso, retírese, al menos temporalmente. Su misión terminará ahí”.
¿Y qué hará usted?
“Ya he dicho que Octavia y yo avanzaremos por las alcantarillas. Nos dividiremos en dos grupos. Octavia y los Frateris irán a acabar con los terroristas del subsuelo, mientras los arbitradores y yo tomamos el camino hacia la plaza de Leopold Kareman. Cuando los telépatas y los biomantes perciban la lucha contra los terroristas, sospecharán que vamos a acercarnos por el subsuelo hacia la plaza, pero no podrán saber que yo voy en avanzadilla. Creerán que sólo está el grupo de Octavia y no me esperarán a mí mientras sientan que ella sigue luchando abajo; eso me dará tiempo. ¿Existe la posibilidad de salir de las alcantarillas sin que nos vean?”.
Imposible. Los terroristas patrullan todas las calles que rodean la plaza. La verían en cuanto asomara.
“Bien; entonces nos aproximaremos de otro modo. El Adeptus Arbites dispondrá de explosivos en sus Represores; de ser así, podemos avanzar por las alcantarillas hasta llegar a la pared del sótano de uno de los edificios que dan a la plaza y abrir un boquete en dicha pared. De ese modo podremos acceder directamente al edificio sin necesidad de salir a la calle. Y una vez lo hagamos, sólo tendremos que tomar posiciones en un balcón. Cuando usted acabe con el líder telépata y el escudo caiga, los arbitradores y yo dispararemos a los videntes y a los telépatas. De ese modo los dejaremos ciegos; no podrán anticiparse al futuro ni seguir coordinando a los comandos rebeldes”.
Baltahzar Astellas estuvo a punto de hacer una pregunta, pero antes incluso de formularla, vio la respuesta en la mente de Alara. La joven Sororita percibió su consternación.
Pero entonces, usted…
“Sí, entonces todos los demás brujos conocerán nuestra posición. Se fijarán en mí. Yo haré que lo hagan. Conseguiré que los ojos de todos esos malditos blasfemos estén fijos en mí, para atacarme con todo lo que puedan… y entonces, la Ejecutora Alexia y su pelotón atacarán. Dígaselo a ella. Dígale que la prioridad absoluta será acabar con los brujos de las armaduras, los que están abriendo el portal. No importa cuántas de nosotras tengamos que caer para conseguirlo. Si ellos mueren, el ritual se interrumpirá. Salvaremos Morloss Sacra, y salvaremos todo Vermix. En cuanto ellas ataquen, la hermana Octavia y los Frateri Militia surgirán de las alcantarillas y se unirán para darles fuego de apoyo”.
Hermana Alara, usted sabe lo que le sucederá. No era una pregunta. Todos los psíquicos la atacarán a la vez. Todos los guardias imperiales cautivos, todos los arbitradores.
“Lo sé”. De repente, Alara se encontraba extrañamente tranquila. “En eso consiste el plan. Yo seré el cebo. El señuelo. Nadie más. El plan es mío, así que el riesgo debo correrlo yo”.
Pero… pero la matarán…
“Moriré cuando el Emperador me llame a su lado, y no antes. Si ha de ser hoy, que así sea”.
No tiene miedo. Tampoco era una pregunta.
“No, no lo tengo. Mi único temor es fallarle al Dios Emperador. Pero eso no pasará. Si usted lleva a cabo su parte del plan, yo llevaré la mía a término, aunque me cueste la vida. El Emperador es quien me ha guiado hasta aquí para que detenga el ritual. Si por ello he de sufrir martirio, que se haga Su voluntad”.
Como quiera. Baltazhar parecía vivamente impresionado.
“Otra cosa más. Voy a poner al corriente al capitán Haphner y a la hermana Octavia. Cuando haya protegido las mentes de ellos y de quienes yo le indique, informe al Legado Dryas de nuestro plan. Y dígale… por favor, dígale que si no lo conseguimos salve a Valeria y al doctor Trandor. Que los salve como sea”.
Así lo haré.
En lo más profundo del corazón de Alara, allá donde esperaba que el telépata no pudiera llegar, se formó un amargo sentimiento, creador de un pensamiento fugaz.
“Lo siento, Mathias. Lo siento mucho”.
-Octavia- llamó en voz alta.- Capitán-.
Los dos, que se afanaban igual que ella en apartar los últimos cuerpos de los accesos al alcantarillado, se la quedaron mirando.
-¿Sucede algo?- inquirió la Dialogante.
-Hay alguien aquí conmigo. Tenemos que hablar-.
Alara relató a ambos la conversación que había tenido, revelándoles la presencia de Baltazhar. Los dos se quedaron atónitos, pero tras escucharla consintieron en permitir que el hechizo protector del telépata ocultara también sus pensamientos. Entonces, la Militante comenzó a desgranar los detalles de su plan.
-¿Está segura, hermana?- preguntó Haphner cuando Alara terminó de hablar.- Es un buen plan, pero muy arriesgado. Si no funciona, no tendremos otra oportunidad-.
-Si no lo intentamos- replicó Alara- no habrá ninguna oportunidad para Morloss, y tal vez tampoco para el planeta. Dígame, capitán, ¿no dispondrá por casualidad de algún Omega entre sus hombres?-
Haphner negó con la cabeza.
-Lo siento, hermana, pero la Brigada Omega al completo estaba desplegada en las islas penitenciarias. No sé dónde se encuentran en este momento, y aunque lo supiera, no les daría tiempo a llegar. Sin embargo, sí que tengo conmigo al Pelotón Alfa. Aunque no son inmunes, sí están protegidos hasta cierto punto contra los poderes psíquicos. Se especializan en cazar brujos de poder medio-bajo; así dejan disponibles a los Omega para ir a por los que realmente son duros de pelar-.
-¿Podrá cedérmelos?-.
-Por supuesto. Pondré también un Pelotón de Reguladores en apoyo a los Frateris Militia. Más vale que las tropas de la hermana Octavia sean numerosas, o no se tragarán la celada-.
-También necesitaremos un par de placas de datos con el mapa de las alcantarillas, o podríamos perdernos allí abajo. ¿Podrá conseguirlos?-.
-Tenemos todos los planos municipales en nuestra base de datos; creo que podré descargar la información desde nuestro vehículo de mando. Voy a dar las órdenes oportunas-.
Mientras se alejaba entre los escombros, Octavia la miró.
-Debería ir contigo-.
Alara negó con la cabeza.
-Te necesito en retaguardia, apoyando a la Ejecutoria Tharasia. Si mi plan sale mal, serás la única que pueda intentar detener a los demonios de la Disformidad. No tenemos a otra exorcista. Y… y también voy a necesitarte para algo más-.
-¿De qué se trata?-.
-Ahora te lo digo. Deja que me retire un momento, hay algo que necesito hacer-.
Tras echar un vistazo a los Frateris Militia y comprobar que mantenían a raya a los comandos de infección, Alara se retiró al interior de un portal. Extrajo un objeto del compartimento blindado que llevaba al cinto: el vocófono portátil que se había llevado, tan inútil para comunicarse como todo lo demás mientras el Mechanicus no solucionara el sabotaje, pero con memoria suficiente para grabar un mensaje y poderlo almacenar.
Mientras en el exterior resonaban lamentos y tiros apagados, Alara se llevó el aparato a los labios y comenzó a hablar. Un par de minutos más tarde, pulsó la runa de apagado y emergió del portal. Octavia fue hacia ella.
-Alara, los agentes acaban de terminar. Ya lo han despejado todo. Cuando des la orden, podemos entrar-.
-Entraremos en cuanto llegue Baltazhar. Mientras tanto… -tendió el vocófono portátil a Octavia, que lo cogió.- Si me ocurre algo, entrégale esto a Mathias. Por favor-.
-Por supuesto- su amiga miró el aparato.- ¿Qué es?-.
-Un vocófono-.
Octavia suspiró.
-Ya sé que es un vocófono, pero, ¿qué es lo que hay en él?-.
-Un mensaje-.
-¿Un men…
Ya estoy de vuelta. La voz de Astellas reverberó al unísono en las mentes de las dos Sororitas. El Legado Dryas está al tanto de todo y ha dado luz verde a la operación. Me ha pedido que les transmita que cuentan ustedes con la bendición del Ordo Hereticus, y también del Dios Emperador.
“¿Y la Ejecutora Alexia? ¿Ha podido localizarla?”.
Ella y su pelotón acaban de regresar de las islas penitenciarias. Están en la Plaza del Emperador, organizando la defensa del Palacio Episcopal. No le ha hecho ninguna gracia recibir mi comunicación, pero he conseguido explicarle el plan, y dado que viene refrendado por el Ordo Hereticus y lo ha ideado usted, ha dicho que lo seguirá.
-Muy bien- dijo Alara, cerrando los puños.- Pues adelante-.
Vio que Octavia guardaba a buen recaudo el vocófono, y a continuación barrió a Mathias de su mente, tragándose el nudo que se le había formado en la garganta. Ya no podía permitirse el lujo de volver a pensar en él. Cualquier distracción sería fatal.
“Las Hijas del Emperador no lloran”.
-¡Capitán Haphner!- llamó con voz firme.- ¿Dónde están sus hombres?-.
El capitán hizo un gesto con la mano, y una escuadra de arbitradores se adelantó.
-Hermana Alara, le presento al agente Aesser, sargento del Pelotón Alfa. Él y sus hombres están a su entera disposición-.
Aesser era un hombre delgado y enjuto, tan alto como las Sororitas. Se cuadró y saludó.
-Muy bien- dijo la Militante.- Sé que poseen ustedes artefactos tecnológicos que les protegen de manera limitada contra los poderes psíquicos. Desactívenlos durante un momento para que el Magíster Astellas, psíquico autorizado del Ordo Hereticus, pueda proteger sus mentes. Sólo entonces procederé a contarles los detalles del plan-.
Los arbitradores obedecieron. Baltazhar comenzaba a estar cansado, pero a pesar de todo extendió sus poderes sobre ellos para ocultarlos a todos.
Espero que no tenga que hacerlo muchas veces más, hermana, le dijo a Alara. O no me quedarán fuerzas para encargarme de los brujos.
“No se preocupe; no es necesario que cubra a nadie más. Los Frateris Militia irán con Octavia y no conocen los detalles del plan”.
Se presentó a los arbitradores Alfa y expuso brevemente su estratagema. A pesar de que todos se arriesgaban a correr la misma suerte que ella, ninguno vaciló.
-A sus órdenes, hermana- dijo Aesser.- Estamos dispuestos a luchar y morir por el Emperador-.
-No esperaría menos del Adeptus Arbites, sargento. Adelante pues-.
-¡Frateris Militia, conmigo!- gritó Octavia.- ¡Repliéguense y síganme! ¡El Adeptus Arbites se encargará de contener a los terroristas en superficie!-.
La primera maniobra de aproximación fue abrir la tapa una de las alcantarillas y lanzar un par de granadas, que explotaron un segundo después de rebotar contra el suelo. Las dos Sororitas bajaron primero con sus rifles bólter en ristre, dispuestas a acabar con todo lo que se moviera. Llevaban activada la visión nocturna en sus yelmos, pero no vieron a nadie. La escalera que descendía hasta las entrañas de Zarasakis terminaba en un suelo de cemento, oscuro y pegajoso, en medio de una estancia circular. Frente a ellas, una única salida: una abertura sin puertas, que dejaba ver un amplio corredor en cuyo centro corría un caudaloso y maloliente río de agua negra y desperdicios. A ambos lados del cauce se extendían dos estrechos pasillos, pero era imposible vislumbrar qué había en ellos sin asomar la cabeza por la abertura. Alara indicó con gestos a Octavia que preparase una granada. Cada una asomó brevemente la mano para lanzar los explosivos en sentidos opuestos, y después se retiraron al fondo de la habitación.
El aire retumbó con la doble explosión, creando un millar de ecos en los que no sólo reverberaron los estampidos, sino también varios gritos de dolor. Alara asomó la cabeza y contempló con satisfacción los cuerpos reventados de varios terroristas que seguramente las habían oído llegar y esperaban emboscados. La mayoría estaban demasiado maltrechos como para levantarse otra vez, pero dos de ellos se tambalearon y se incorporaron. Uno de ellos carecía de brazos, el otro comenzó a arrastrarse sobre los muñones sanguinolentos de sus piernas para alcanzar un arma. Alara y Octavia los abatieron a ambos destrozándoles la cabeza de un único disparo. Acto seguido, otearon a su alrededor. Debía haber más terroristas; era evidente que aquellos estaban allí montando guardia, no eran los encargados de soltar el gas. Sin embargo, las proximidades parecían vacías.
-¡Despejado!- dijo Alara, haciendo un gesto hacia la superficie.- ¡Pueden bajar!-.
Mientras el sargento Aesser bajaba por los escalones, seguido por el resto de arbitradores y los Frateris Militia, Alara y Octavia consultaron las placas de datos que les había entregado el capitán Haphner para consultar el mapa de las alcantarillas.
-Avanzaremos juntas hasta aquí- murmuró Octavia.- Luego, yo iré por ese ramal, y tú te desviarás por allí-.
Alara asintió. La Dialogante posó su mano sobre la hombrera de su amiga.
-Que el Emperador te guíe y te proteja-.
-Igualmente, Octavia- Alara llevó su mano hasta la suya y se la estrechó.
No dijeron nada más; de lo contrario, habría sonado demasiado a una despedida.
Los dos grupos avanzaron juntos a lo largo del corredor. Las Sororitas iban de avanzadilla; Aesser y Fenner cerraban la marcha. Se separaron cuando llegaron al ramal principal.
Mientras Octavia y sus hombres se alejaban hacia la izquierda busca de los terroristas, Alara y los Alfa tomaron el camino de la derecha, avanzando en absoluta oscuridad. Al principio fueron despacio, intentando hacer el menor ruido posible; ignoraban si los terroristas habrían dejado algún centinela por aquella zona, y no podían delatar su presencia. Por atrás comenzaron a resonar disparos.
“Octavia ya ha encontrado a los terroristas que estaban emitiendo el gas. Espero que los aniquile”.
Rezó una breve oración por su amiga sin apenas despegar los labios y continuó caminando, mientras los disparos se volvían cada vez más lejanos. A medida que se internaban en las entrañas de la isla, apuró el paso; la avenida era muy larga y no sabía cuánto tiempo les quedaba antes de que los brujos completaran el ritual. Baltazhar Astellas ya no hablaba, pero flotaba invisible junto a ellos; Alara podía percibir su presencia, ya que el telépata mantenía un enlace latente con ella para que pudieran comunicarse de inmediato si sucedía algo.
Durante un rato, guiados por el mapa de la placa de datos, Alara y los arbitradores recorrieron ramales oscuros, pasillos estrechos y corredores más amplios, en los cuales resonaba el rumor del agua corriente. La joven se alegró de portar su yelmo Sabbat, pues el olor debía ser nauseabundo. Los Adeptus Arbites llevaban máscaras antigás cubriéndoles el rostro, lo cual parecía bastarles, y si sentían el hedor, no se quejaban.
Finalmente, se detuvieron al llegar a un corredor.
“¿Magíster Astellas?” pensó la joven. “¿Baltazhar?”.
Estoy aquí, respondió el psíquico en su mente.
“Creo que ya hemos llegado a la zona circundante de la plaza. Necesito que me explore el entorno y me diga qué pared debemos echar abajo para entrar en el edificio adecuado”.
Ahora mismo, hermana.
-¿Ocurre algo?- quiso saber el sargento Aesser.- ¿Por qué nos detenemos?-.
-Hemos llegado al punto de inserción. El Magíster Astellas está reconociendo el terreno. Nos dirá por dónde debemos entrar-.
Tras unos minutos interminables, el psíquico regresó.
Lo he encontrado. Está muy cerca de aquí. Pero me temo que hay un problema.
Alara frunció el ceño.
“¿Qué sucede?”.
Estamos al comienzo de la avenida. E igual que había centinelas al otro extremo, también los hay aquí. No están muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Oirán la explosión y se acercarán a investigar.
“¡Mierda! ¡Maldita sea!” los exabruptos aparecieron en la mente de Alara sin que la joven lo pudiera evitar. “¿Y ahora qué hacemos? ¡Tenemos que entrar!”.
Frenética, intentó pensar en posibles soluciones, pero no se le ocurría nada. Si abrían un boquete con explosivos, alertarían a la patrulla subterránea. Si emergían al exterior, serían los vigilantes de la superficie quienes los descubrirían. Incluso aunque lograran sorprender y matar a los terroristas que patrullaban el subsuelo, el mero hecho de su muerte alertaría a los brujos del cónclave, perderían el factor sorpresa y el plan fracasaría. Alara comenzó a sentir una creciente desesperación.
No se ponga nerviosa, hermana; creo que existe una solución.
“¿Una solución?”. Alara estaba dispuesta a agarrarse a un clavo ardiendo. “¿Qué propone?”.
Cuando vengan hacia aquí al oír la explosión, puedo hechizar sus mentes para que no vean el boquete. Si exploran la zona y no descubren nada anormal, no darán la voz de alarma.
“¡Muy bien! ¡Hágalo!”.
Claro, continuó la voz de Astellas, que cobró un inconfundible matiz de sorna, que eso significaría usar mis poderes otra vez. ¿Está segura de que quiere arriesgarse a que emplee esos poderes que ustedes tanto detestan en…
“¡Por el Trono de Terra! ¡Hazlo de una vez y déjate de sarcasmos!” pensó Alara, exasperada. “¡Tenemos que salir de aquí como sea!”.
Aunque fuera increíble, le pareció que el psíquico se estaba riendo. Aquello la hizo sentir furiosa y abochornada, porque no podía obviar que tenía razón. Había desconfiado de él desde el primer momento en que lo había visto porque era un psíquico, incluso a pesar de que pertenecía al Ordo Hereticus. Ahora no tenía más remedio que admitir que de él dependía el éxito de aquella misión tanto como de ella.
La pared está cerca de aquí, le informó Baltahzar, muy ufano. Segundo corredor a la derecha; ¡vamos!
Alara siguió sus indicaciones hasta llegar a una pared, lisa y desnuda como las demás. Hizo un gesto a los arbitradores.
-Saquen los explosivos. Es aquí. No hagan ruido; hay herejes patrullando las proximidades-.
Uno de los arbitradores extrajo varias granadas perforantes sin hacer ningún comentario. Coordinándose con otros dos agentes, las programaron a treinta segundos, las fijaron a la pared con cinta adhesiva y arrancaron las anillas. Todos retrocedieron lo más silenciosamente posible y desaparecieron tras la bifurcación por la que habían entrado, para ponerse a cubierto. Poco después, una explosión descomunal hizo retumbar el aire viciado de las cloacas. Gotas de agua sucia y arenilla de desprendieron de las paredes.
-Rápido- susurró Alara, y todos regresaron a paso ligero. Aunque los herejes estuviesen lejos, estarían acercándose allí a todo correr.
En cuanto llegaron a la pared, vieron un boquete rodeado de escombros. Tenía el tamaño suficiente para que los arbitradores entraran holgadamente de uno en uno, aunque Alara pasaría justa con la servoarmadura. Al otro lado se vislumbraba un cuarto de mantenimiento, con tuberías ascendiendo por las paredes y calderas grabadas con los emblemas de un Templo Factoría. Los agentes comenzaron a entrar. Un eco de pasos apresurados comenzó a oírse de fondo.
“Dios Emperador, que se den prisa” rogó Alara para sus adentros. “O el engaño de Balthazar no funcionará”.
Vaya, me alegro de que ahora nos llamemos por nuestros nombres de pila, comentó una voz en su mente.
“¿Escuchas todo lo que pienso?” le preguntó la Sororita con fastidio.
Si estoy a la escucha, no puedo discriminar entre lo que oigo y no.
El sargento Aesser cruzó el boquete. Sólo quedaba ella. Intentó pasar… y las paredes irregulares de la abertura la frenaron. Era demasiado estrecha. Maldiciendo entre dientes, Alara intentó entrar de lateral. Los bordes de su mochila de soporte vital arañaron el hormigón, y por un momento la joven sintió un fugaz acceso de pánico al darse cuenta de que no podía moverse hacia delante ni hacia atrás. Entonces, el sargento Aesser tiró de ella, y Alara trastabilló hasta el interior del cuarto, perdió el equilibrio y cayó a cuatro patas.
Los pasos lejanos se iban acercando cada vez más. La Hermana de Batalla y los Adeptus Arbites se quedaron congelados en el sitio, sin mover ni un músculo, rogando que el psíquico hiciera bien su trabajo. Poco después, Alara contempló la luz de varias linternas barriendo los alrededores del boquete. Escuchó una breve conversación en paliano. No comprendió lo que decían, pero las voces transmitían extrañeza y recelo. En un momento dado vio aparecer la silueta de un hombre frente al boquete; sus ojos claros barrieron el entorno, pero no parecieron ver lo que tenían delante. Miraba más allá del agujero en la pared y las personas que se hallaban al otro lado como si no estuvieran allí. Finalmente, el hereje ladró una orden, y los pasos desaparecieron por donde habían llegado. Cuando el eco comenzó a apagarse en la distancia, Alara se permitió un suspiro de alivio.
“¿Ha salido todo bien?” preguntó. “No he entendido lo que decían”.
Se lo han tragado, respondió Baltazhar. He creado un hechizo de ilusión sobre sus mentes, no han visto nada. Al principio estaban extrañados, pero han acabado por deducir que si no había nada extraño era porque la explosión había tenido lugar arriba.
Alara se puso en pie.
-Ha funcionado- dijo.- Adelante-.
Tras reventar la cerradura, abrieron la puerta de la sala de mantenimiento y salieron a un rellano oscuro y cerrado, con dos ascensores y unas escaleras que ascendían hacia la superficie. Todos subieron a paso ligero, con Alara en cabeza.
“¿Cuántos pisos tiene este edificio?” le preguntó a Astellas.
No es muy alto. Quince. Pero gran parte de la fachada está destruida. Los telequinésicos dañaron varios edificios con sus poderes al llegar, sólo para causar pánico y más víctimas.
“¿Dónde nos podemos situar?”.
A partir del sexto, las paredes están en mejor estado.
-Sargento Aesser, quédense en el sexto piso- ordenó Alara.- Yo subiré al séptimo y me situaré justo encima de ustedes. Repártanse entre dos viviendas contiguas. Así no ofreceremos un objetivo tan uniforme-.
-Como ordene, hermana- respondió el sargento.
-Una cosa más: recuerden que cuando caiga el escudo, los videntes serán cosa mía. Ustedes concentren el fuego en los biomantes y los telépatas; son los que mantienen la cohesión de las fuerzas herejes y reaniman a los muertos. A continuación, nuestro objetivo común serán los conjuradores del ritual. Si conseguimos acabar con ellos, nos ocuparemos de los demás-.
Obvió el funesto comentario que también a ellos debía estar pasándoles por la cabeza: que, con el ataque concentrado del resto de los brujos, y tal vez de todos los guardias imperiales y arbitradores dominados, había muy pocas posibilidades de que nadie del grupo sobreviviera para seguir disparando.
-Queremos su bendición- dijo entonces un arbitrador.
Un murmullo de asentimiento corrió entre los agentes del Pelotón Alfa.
-Usted es una Hija del Emperador- insistió otro de ellos.- Queremos enfrentarnos a Sus enemigos teniendo su bendición-.
Alara nunca había bendecido a nadie; era la Hermana Palatina, o en su defecto alguna de las Superioras, quienes se encargaban de esas cosas. Pero comprendió que aquellos valerosos hombres se enfrentaban a un peligro terrible, a una muerte casi segura. Merecían hacerlo con el alma llena de fe y el corazón en paz. Alzó los brazos sobre ellos, trazando con las manos el Signo del Aquila.
-Que la bendición del Dios Emperador descienda sobre vosotros. Que su fuerza guíe vuestras armas, que su valor encienda el coraje en vuestros corazones. Hemos venido hasta aquí para vencer o morir en su santo nombre. Los herejes impíos que aguardan ahí fuera han cometido crímenes incontables contra nuestro Dios. Han masacrado a sus fieles, han destruido sus templos, han blasfemado contra él.- Su voz comenzó a ascender de tono mientras el fervor encendía su alma. Los agentes alzaron la cabeza para mirarla.- ¡Ha llegado el momento de vengar las afrentas! ¡Manejad con brío vuestras armas, y haced sentir a los impuros vuestra cólera justiciera! ¡Luchad por Aquel que se sienta en el Trono de Terra, y tendréis un lugar a su lado, porque al final de este día, vivos o muertos, habremos de lograr la inmortalidad! ¡Por el Emperador!-.
-¡Por el Emperador!- corearon enardecidos los arbitradores.
El ambiente había cambiado. La calma tensa, teñida de resignación, había trocado en un fervor colérico. Los Adeptus Arbites empuñaron sus armas, ansiosos por entrar en combate.
-¡Segunda y cuarta escuadras, vivienda de la izquierda!- ordenó Aesser.- ¡Primera y tercera, conmigo a la derecha! ¡Tomad posiciones y esperad la señal! ¡Que el Emperador la guíe, hermana!-.
Mientras los arbitradores se dirigían a sus puestos, Alara subió un piso más. Reventó de un tiro la cerradura de la vivienda que tenía delante y abrió la puerta de una patada, penetrando en el vestíbulo de una elegante vivienda. Para su sorpresa, oyó un chillido, y la bala de una pistola rebotó contra su servoarmadura.
-¡Alto el fuego!- ordenó.- ¡Adepta Sororitas!-.
La cabeza de un hombre de mediana edad asomó tras un sofá tapizado. Sus ojos se abrieron de asombro.
-¿Adepta Sororitas?- balbuceó. Los dedos le empezaron a temblar y la pistola se le cayó de las manos.- ¡Misericordia! ¡No quería disparar, hermana! ¡Creí que venían terroristas!-.
-¿Qué hace usted aquí?- preguntó Alara, entrando en la vivienda.- ¿Está solo? ¡Deben evacuar de inmediato esta casa!-.
-¿A dónde vamos a ir?- se desazonó el hombre.- ¡Las calles están sitiadas! ¡Hay combates por todas partes! ¿A dónde voy a llevar a mi mujer y a mis hijos!-.
-¿Tiene garaje esta finca?-.
-S… sí-.
-¿Cuántos niveles?-.
-Cuatro- el hombre tragó saliva, mirándola con ansiedad, como si aún no pudiera creerse que no fuera a ejecutarlo por haber tenido la osadía de atacarla.
-Coja a su familia y bajen hasta el último nivel. No importa lo que oigan; quédense ahí hasta que llegue ayuda-.
Él asintió con nerviosismo.
-¡Trae a los niños, Jara!- exclamó.- ¡Hay que salir de aquí!-.
La puerta de una habitación se abrió, y de ella salieron una mujer rubia con dos niños agarrados a sus faldas.
-Hermana- susurró impresionada, inclinando la cabeza.
Las dos criaturas miraron a Alara con los ojos como platos. Por su aspecto parecían mellizos, un niño y una niña, que no superarían los ocho años de edad. Al verlos, un recuerdo fugaz se despertó en el corazón de Alara: era casi como verse a sí misma la noche de la Matanza de Galvan. Por un instante, se preguntó si habría mirado a Astrid, la Serafín, del mismo modo que aquellos dos niños la miraban.
-Vosotros- dijo.- ¿Cómo os llamáis?-.
Por miedo o timidez, no se atrevieron a contestar. La madre respondió rápidamente por ellos.
-Él se llama Owen, y ella es Lassa-.
Alara se acercó a ellos, repentinamente conmovida, y trazó sobre sus cabezas el Signo del Aquila.
-Owen, Lassa, que el Dios Emperador os bendiga y os proteja. Rezadle siempre y haced caso a vuestros padres- levantó la mirada hacia el hombre y la mujer, que la miraban.- Salgan de aquí, llévenselos. ¡Huyan, ya!-.
No tuvo que repetirlo dos veces. La familia salió de la vivienda a paso ligero, y poco después Alara los oyó correr mientras bajaban a toda velocidad las escaleras. La extraña emoción que la había recorrido todavía perduraba. Aunque sabía que las víctimas en Morloss debían contarse por millares, rogó con todas sus fuerzas que aquella familia sobreviviera al infierno que se avecinaba.
Cautelosamente, se acercó al balcón. Los cristales estaban rotos. Echó cuerpo a tierra y se arrastró hacia fuera para impedir que nadie pudiera localizarla desde el exterior. Las vistas desde aquella vivienda eran magníficas; tenía ante sí una panorámica completa de la plaza. En tiempos de paz, debía haber sido magnífica.
Lástima que en aquel momento no mostrase más que horror.
La plaza de Leopold Kareman dividía la extensa avenida en dos. Se iniciaba allá en la plaza Johann Strausser, donde ella y Octavia habían ascendido poco después de llegar a la isla. Más adelante, continuaba hasta llegar a la lejana Plaza del Imperio, junto a la cual se erguía la estatua del Emperador. Estaba demasiado distante para poder verla desde allí, pero si todo salía como estaba planeado, de allí vendrían la Ejecutora Alexia y sus hermanas.
Rodeado por una rotonda de seis carriles, el centro de la plaza estaba ajardinado, pero el césped estaba lleno de desgarrones y varios árboles habían sido derribados. La estatua del general triunfante estaba decapitada, y sobre ella y el pedestal había montado un extraño aparato formado por cristales geométricos enlazados entre sí mediante cables dorados. Alara no tenía la menor idea de qué era aquello, pero estaba claro que se trataba de arcano-tecnología.
Alrededor de la plaza reinaba una quietud sobrenatural. Sendas hileras de guardias imperiales y arbitradores montaban guardia en torno al jardín, tan quietos y rígidos como si fueran estatuas; sus ojos miraban al vacío sin expresión alguna. Contrastaban grotescamente con todo el dolor que se extendía a sus pies: incontables ciudadanos, millares y millares, estaban tendidos en el suelo o encogidos como cucarachas. También miraban al vacío con ojos extraviados, pero sus caras estaban deformadas en una mueca de agonía. Mirara donde mirara, Alara sólo veía hombres, mujeres y niños retorciéndose de dolor, con las bocas abiertas sin emitir sonido alguno, como gusanos atravesados por anzuelos invisibles. Y de toda aquella agonía, de aquel mar de dolor, surgía una pulsión energética que ondulaba el aire y alimentaba el ritual blasfemo que tenía lugar en el centro de la plaza.
Eran veintitrés. Formaban tres coros bien diferenciados, y cada cual era más antinatural y repugnante que el anterior. El primer coro estaba formado por nueve mujeres: tres biomantes, tres mentalistas y tres videntes. Las biomantes fueron las más fáciles de localizar; Alara recordó que en el culto vermisionario las sacerdotisas se encargaban de la magia vital y sanadora, y las tres jóvenes de largos cabellos rizados que vestían de verde llevaban tatuadas en la cara la versión vermixiana de las Lágrimas de Isha. Las videntes también eran evidentes, aunque sólo fuera por lo horrible de su aspecto: mutaciones y escarificaciones grotescas como sólo podían tener las caóticas consagradas. La que estaba en el centro del círculo, la directora del ritual, era la más horrible: calva, con protuberancias saliéndole del cráneo y un símbolo tallado en carne viva sobre la coronilla, tan blasfemo y repugnante que Alara tuvo que desviar la vista conteniendo las arcadas. Sobre su frente brillaba un tercer ojo; no como el de los navegantes, sino un ojo bulboso, hinchado y repugnante, sin párpados ni pestañas, cuyo iris centelleaba en mil colores cambiantes. Donde deberían haber estado sus ojos de verdad, sólo había dos cuencas vacías y supurantes, que se abrían y cerraban convertidas en pequeñas bocas de las que brotaban afilados dientes. Las tres mujeres que quedaban, vestidas con túnicas rojas, sólo podían ser las telépatas.
El segundo coro estaba formado por los objetivos principales de Baltazhar Astellas: tres telequinésicos, dos piroquinéticos y dos criomantes. El brujo que estaba de pie en medio del círculo, con los brazos extendidos y los ojos cerrados por la concentración, era mantenía activo el escudo de fuerzas que protegía al cónclave de cualquier ataque físico. Exceptuándole a él, por su posición, Alara no tenía modo de saber quién era cada cual, pero no importaba: Baltazhar sí lo sabría.
Ambos coros estaban separados por un tercer círculo central, formado por siete miembros. Estos eran el verdadero e impío corazón del ritual. Era siete y rodeaban la estatua, vestidos con extrañas armaduras verdes que relucían como recién aceitadas. Aunque su tamaño resultaba imponente, no se parecían a las servoarmaduras de los Astartes; el brillo casi líquido del metal revelaba que se trataba de una aleación extraña, tal vez otra aberración arcano-tecnológica conocida sólo por los deomecanicistas. El que parecía jefe de todos ellos, señor y director del cónclave y el ritual, llevaba una extraña mochila a la espalda, erizada de cables y con un cristal igual a los de a maquinaria arcana. Alara, sorprendida, se dio cuenta de que las nubes oscuras, saturadas de relámpagos hirvientes, giraban directamente en torno a ellos. La energía latente del aire se concentraba en la gema tallada del líder, que palpitaba con una extraña luz y propagaba dicha energía a los cristales de la estatua. De estos surgía una tenue columna de oscuridad que se perdía en el centro de la espiral de nubes. Alara comprendió que, si consiguieran finalizar con éxito el ritual, aquel sería el punto exacto donde se abriera la brecha disforme.
“Estoy en posición”, pensó, esperando que Baltazhar la oyera.
La respuesta del psíquico no se hizo esperar.
También yo.
“Entonces, es el momento. Acaba con el telépata. Y por Dios, no falles, o todo el plan fracasará”.
No fallaré. Lo juro. Vaciló un instante. Ha sido un honor luchar a tu lado.
“Que el Emperador sea contigo, Baltazhar Astellas”.
Alara colocó en posición el rifle, ajustó la mira telescópica para que apuntase a la cabeza de la líder vidente, y esperó.
Durante unos segundos interminables, no sucedió nada en absoluto. Todos siguieron inmóviles, y el ritual continuó. A media voz, Alara comenzó a rezar.
-A spiritu dominato, Domine, libra nos
Del rayo y la tempestad, Emperador, líbranos
De la peste, la tentación y la guerra, Emperador, líbranos-.
Un cambio sutil, un movimiento casi casual. En el coro más distante.
-Del horror alienígena, Emperador, líbranos-.
De súbito, una lengua de fuego restalló en el aire, veloz como una llama súbita. Surgió de las manos de uno de los brujos, se convirtió en una deflagración y alcanzó de lleno al telépata del centro.
-De la blasfemia de los Descarriados, Emperador, líbranos-.
Un aullido estremecedor, que era tanto de dolor como de sorpresa, cortó el aire. El brujo cayó de rodillas, y sus atónitos compañeros perdieron la concentración.
“Ahora”, pensó Alara, fijando la mirada a través del teleobjetivo. Su silueta empezó a brillar con áureo resplandor mientras sus rezos continuaban.
-De los engendros demoniacos, Emperador, líbranos.- Sujetó el cañón, apoyó el dedo en el gatillo.- De la maldición de los mutantes, Emperador, líbranos-.
Y disparó. Una décima de segundo después, Alara sintió un extraño lamento mental, un alarido, y supo que provenía de Astellas. También oyó algo más; algo que le puso el vello de punta y casi le hizo perder la concentración; el rumor de una voz antigua, maligna y extrañamente familiar, que sonaba muy lejano y poco a poco se acercaba. Sin embargo, ya había accionado el disparador. La vidente alzó de súbito su único ojo hacia ella; Alara estaba segura de que la vio. Pero no tuvo tiempo de moverse, de decir nada ni de esquivar. Sus labios comenzaron a formar una extraña sonrisa, que se cortó en seco cuando su cráneo deforme estalló cómo una fruta madura.
Alara volvió a disparar casi de inmediato. El proyectil bólter reventó lo poco que quedaba de su cabeza, salpicando un amasijo de carne, sangre, sesos licuados y esquirlas de hueso en todas direcciones. El cuerpo decapitado cayó a plomo en el suelo.
Las videntes reaccionaron con horror y estupefacción; era obvio que no comprendían de dónde había venido el ataque, ni por qué su líder no lo había anticipado. Las biomantes rompieron la concentración y se inclinaron sobre el cuerpo, sin duda para ver si aún era posible reanimarlo. Las telépatas fruncieron el ceño como depredadores al acecho, entrecerraron los ojos y comenzaron a sondear.
Alara no oía nada en absoluto. No veía nada más que sus objetivos, y no sentía más que la ira justiciera que consumía su alma y hacía arder su corazón. La luz que la rodeaba se volvió más intensa, pero no se dio cuenta de nada. Su voz se alzó varias octavas.
-¡A morte perpetua, Domine, libra nos!-.
Un disparo más. Otra de las videntes cayó al suelo, inmóvil y sin cara. La tercera intentó echar a correr, pero antes de que pudiera dar media docena de pasos, otro proyectil bólter le atravesó limpiamente el pecho, destrozándole el corazón y matándola en el acto.
Una de las telépatas señaló hacia el balcón y gritó. La Sororita se puso en pie; sabía que sólo tendría tiempo de disparar una vez más antes de que la atacaran. El objetivo era evidente: el brujo de la armadura verde, que ignorando lo que sucedía a su alrededor, continuaba con la invocación arcana. Aquello sólo podía significar una cosa: el ritual estaba tan próximo a su culminación, que prefería terminarla de una vez en lugar de ponerse a salvo.
Entonces, como en una visión de pesadilla, una extraña luz comenzó a brillar en el cielo, tiñendo las negras nubes con un sobrenatural tono purpúreo. El rumor maligno que había seguido al grito de Balthazar aumentó en intensidad, hasta el punto de poder distinguir aquella terrible voz: Pustus, el Guardián de Ledeesme se acercaba. Estaba al otro lado, esperando salir, anhelando salir…
Alara resplandeció con una luz súbita y terrible. Todo su cuerpo brillaba. Y su voz, hermosa y potente como un canto profundo, resonó a través de la plaza.
-¡Porque solo la muerte pueden esperar de vos, ninguno se librará de vos, ninguno será perdonado por vos, TE LO ROGAMOS, DESTRÚYELOS!-.
No fue su voluntad la que guió su brazo. Tampoco fue su razón. Fue su instinto más primario, nacido de su lado más profundo, del pálpito ferviente de su corazón. Aquella intuición le dijo que no apuntara a la cabeza del brujo, ni a zona alguna de su armadura, sino al cristal tallado que relucía a su espalda. Y ella obedeció.
El proyectil, como guiado por la mano invisible del Emperador, trazó una línea perfecta hasta el cristal y lo hizo estallar en mil pedazos.
Muchas cosas sucedieron a la vez. Al estallido le siguió una explosión aún mayor, de pura energía mística, que lanzó despedido al brujo contra el pedestal y lo incrustó con violencia, haciendo crujir su armadura. La voz de Pustus, el Heraldo demoníaco, lanzó un grito de ira e incredulidad.
¿Qué? ¡NO! ¡Otra vez TÚ!
La voz se quebró en un bramido de ira que se desvaneció a medida que aumentaba. Los cristales de la maquinaria arcana perdieron de súbito su fulgor, y la luz purpúrea desapareció como si jamás hubiera existido.
Mientras tanto, las biomantes y las telépatas caían bajo el fuego concentrado de los arbitradores. La única telépata sobreviviente apuntó con las manos a los dominados que guardaban el perímetro, y estos se giraron a la vez hacia el balcón y comenzaron a disparar como autómatas.
Uno de los criomantes corrió hacia el brujo caído junto al pedestal, gritando de angustia.
-¡Libertador! ¡Libertador! ¿Está herido?-.
El aliento se congeló de súbito en los pulmones de Alara.
“¡Es el Libertador! ¡El Libertador en persona! ¡Está aquí! ¡Él es el brujo que dirigía el ritual!”.
Aquello bastó para que saliera de su parálisis y le volviera a apuntar. Tenía que acabar con él. Era lo único que importaba. Daba igual cuántos le dispararan, daba igual si moría o no. Tenía que matar al Libertador, aunque fuera lo último que hiciera. Si lo mataba, la rebelión terminaría.
Varios disparos rebotaron al unísono en su armadura. Dos de ellos se colaron por las junturas y la hirieron a la altura de las caderas. Alara lanzó un grito de dolor y vaciló.
El Libertador se levantó, tambaleante. A pesar del brutal golpe que había recibido, parecía más furioso que lastimado. Giró la cabeza hacia ella y la miró, y cuando lo hizo, los demás brujos también lo hicieron. Desenfundaron las extrañas armas que llevaban y dispararon hacia el balcón. Alara se arrojó al suelo; por encima de su cabeza, proyectiles de energía que semejaban bolas de plasma acribillaron el salón, abriendo boquetes de un palmo en los muebles y las paredes. Pegada a tierra, Alara volvió a apuntar y disparó. El mundo volvió a desaparecer de sus ojos. Rodaba, esquivaba, se ocultaba y volvía a emerger mientras decenas de disparos destrozaban el balcón y el salón que tenía detrás. Al menos, el plan seguía conforme a lo previsto; la atención de los herejes estaba fija en el edificio, atacando con todo lo que tenían a Alara y a los arbitradores.
Pero, ¿dónde estaba la Ejecutoria Alexia? ¿Dónde estaba Octavia? ¿Cuándo iban a llegar?
Entonces, algo extraño sucedió. Los disparos se detuvieron. Alara se sintió confusa durante un momento, pues la mayoría de sus enemigos aún estaban ilesos. Y al levantar la vista, comprendió.
El Libertador se alzaba en medio de la plaza, escoltado por sus esbirros, con la mirada fija en el balcón. En su mano brillaba una luz extraña, amarilla y pútrida como una estrella moribunda. Impulsó el brazo hacia delante y la lanzó.
La bola de luz salió despedida e impactó en el edificio. Hubo un estallido de pura energía disforme, que apestaba a blasfemia y corrupción. Pero Alara apenas tuvo tiempo de fijarse en él, porque en ese momento, todo lo que había bajo sus pies voló en pedazos.
Durante un eterno segundo, comprendió. El Libertador había usado aquel proyectil para destruir las plantas inferiores del edificio y provocar su derrumbe. Alara podía esquivar los disparos, usar su fe para defenderse de los poderes psíquicos, pero de aquello no tendría forma de escapar. La única manera de hacerlo habría sido volando, pero no podía hacerlo.
No era una Serafín.
Fría y repentinamente consciente de lo que iba a pasar, Alara se arrojó al interior del edificio. Mientras se precipitaba contra la pared maestra del salón, se dio cuenta de que había sido un intento inútil, porque en ese momento fue cuando el suelo se abrió. Todo lo que había a su alrededor se derrumbó en pedazos: paredes, techos, muebles, escalones, todo convertido en un millar de cascotes que el suelo abierto se tragó.
Absurdamente aferrada a la pared, como si la cabalgara, Alara apenas tuvo tiempo de sentir miedo. Sólo pudo encomendar su alma al Dios Emperador mientras caía como un cascote más, mientras el mundo se desplomaba hecho pedazos.
“Acógeme en tu seno, Padre”.
Tenía una promesa que cumplir. Sus labios pronunciaron una última palabra.
-Mathias...
El impacto final llegó demasiado rápido. Ni siquiera llegó a sentir dolor.