A.D. 837M40.
Randor Augusta (Kerbos), Sistema Kerbos, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.
-¿Cuáles son los castigos que aguardan al
hereje?-.
Las clases de la Hermana Sannara tienen una
virtud: suelen ser las más entretenidas. Como Militante retirada tras largos
años de honorable servicio como escolta personal en la Eclesiarquía, Sannara se
complace en contar detalles escabrosos y batallitas emocionantes a sus alumnas,
y no hace falta tirarle mucho de la lengua para que cuente alguna de sus
hazañas en combate, así como ciertas anécdotas que resultan tan macabras como
fascinantes.
-La condenación eterna- responde al punto la
hermana Emerie.
-Correcto, Emerie- asiente Sannara con una sonrisa
torcida- pero me estaba refiriendo a los castigos que los aguardan en este
mundo, no en el siguiente. ¿Alguien puede responder?-.
-La pena de muerte- contesta la hermana
Christine tras alzar la mano.- Usualmente la hoguera, aunque en caso de
necesidad puede sustituirse por la decapitación-.
-Muy bien. ¿Algún otro?-.
-El nido de rata- apunta la hermana Michelle.
Las dos respuestas animan a las demás chicas
a rebuscar en sus mentes para sacar a la luz los castigos más dolorosos y
creativos.
-La purga de piel-.
-El enmascaramiento de muerte-.
Alara también alza la mano.
-La arcoflagelación- responde.
Sus palabras provocan otra sonrisa torcida a
la Hermana Sannara.
-La arcoflagelación- repite.- ¿Cómo describir
a los arcoflagelantes? Quienes los ven en el campo de batalla, no lo olvidan
jamás. Yo misma los he visto combatir en varias ocasiones-.
Un silencio expectante se adueña de la clase
ante la perspectiva de una nueva historia.
-La arcoflagelación es un castigo reservado
para los más abeyctos de entre los herejes que no ostentan la maldición de la
brujería- explica Sannara.- Lo primero de todo es el raspado mental. Un
arcoflagelante ya no es un ser humano, y por lo tanto no necesita recuerdos,
sentimientos, lenguaje, un nombre o una identidad. Cuando sus cerebros están
listos para la siguiente parte del proceso, se llevan a cabo varias operaciones
quirúrgicas mediante las cuales los cuerpos se potencian físicamente y se les implanta
una terrible variedad de armamento letal, como garras cortantes y electrolátigos,
que sustituyen a las manos. También les insertan inyectores de estimulantes
químicos en la columna, así como las vías intravenosas por donde los
alimentarán. Por último, se les cubre la cabeza con el yelmo purificador. Este
artefacto los deja en una especie de letargo, emitiendo himnos relajantes e
imágenes de santos que los mantienen bajo control. Todo eso, claro está, hasta
que se pronuncia la palabra clave que los libera de tales restricciones-.
Todas las alumnas están inmóviles, con la
mirada fija en su profesora, que parece disfrutar siendo objeto de tal
atención.
-Una vez se activan por medio de tal palabra,
los inyectores llenan el cuerpo del arcoflagelante de estimulantes de combate,
supresores de dolor y bombas adrenales, así como reguladores de ondas
cerebrales que los convierten imparables máquinas de matar, incapaces de sufrir
dolor, y desprovistas de todo sentido de la autoconservación. Son una poderosa
tropa suicida cuerpo a cuerpo que se envía para aplastar la resistencia de los
enemigos más duros. Y creedme si os digo que funciona-.
La Hermana Sannara se pasea por el entarimado
y observa a sus jóvenes alumnas.
¿No es acaso la mayor muestra de la Gracia
del Emperador, cómo obligamos a los que fueron Sus Enemigos a luchar sin
descanso en Su Sagrado Nombre? Para los herejes, hermanas, la muerte es la
liberación. Cuando un hereje se arrepiente de su error, obtiene su absolución
en la muerte. Y no está en nuestra mano perdonarlo. Sólo podemos rezar por su
alma mientras el viento se lleva sus cenizas-.
A.D .844M40.
Morloss Sacra (Vermix), Sistema Cadwen, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.
Eran muchos.
Alara no habría
podido decir si las embarcaciones de los herejes sumaban en verdad cincuenta,
pero en cualquier caso, tampoco importaba. Igual daban cuarenta que sesenta. O
setenta. O cien. Las fuerzas leales se componían de una sola patrullera
artillada, que se abalanzaba contra ellos navegando a toda máquina.
Las motos de agua
fueron las primeras en virar el rumbo. Poco después, las lanchas motoras
siguieron su ejemplo. A Alara no se le escapó el detalle de que todas se
movieron al mismo tiempo y en perfecta formación, como si su comandante hubiera
radiado la orden.
“No pueden ser
comunicadores. Si han provocado una distorsión sobre todas las frecuencias de
radio y vocofonador de Morloss, ellos también deberían verse afectados. Son los
medallones. Uno de los brujos ha dado la orden y todos la ha recibido a la vez
a través de su medallón”.
Alara fue
consciente de que eso ponía las cosas aún peor. Las tropas herejes estaban
coordinadas y mantenían las comunicaciones; los Imperiales, no. Por supuesto,
las fuerzas leales disponían de psíquicos autorizados, pero, ¿cuántos? ¿Cuántos
telépatas imperiales había ahora mismo en la ciudad de Morloss? Incluso aunque
incluyeran a los astrópatas, en caso de que los hubiera, no serían bastantes
para mantener la comunicación entre todas las tropas. Y jamás podrían igualar
en número a los brujos herejes.
-De la blasfemia
de los Descarriados, Emperador, líbranos- susurró, consciente de que rezar era
todo lo que podían hacer para paliar la tormenta que se les venía encima.
-Se están
acercando- dijo Octavia a su lado.- Pronto estarán a distancia de tiro de las
ametralladoras-.
Alara mantenía la
mirada fija en las embarcaciones. Cuando se acercaron un poco más, gritó una
orden.
-¡Policía
aduanera! ¡Fuego de ametralladora contra las motos! ¡Disparen con los cañones a
las lanchas!-.
Los cañones y las
ametralladoras comenzaron a escupir disparos. Algunos motoristas cayeron al
agua. Los rebeldes de las lanchas intentaron responder al fuego, pero el vaivén
de sus embarcaciones les dificultaba mucho la puntería. Los disparos del
enemigo se quedaron cortos o impactaron en el casco de la patrullera. Varios
disparos de los cañones impactaron de lleno en las lanchas, destrozándolas y
matando a sus ocupantes.
Ante semejante
avalancha de disparos, las motos y las lanchas se abrieron en abanico, rodeando
la patrullera. Seis yates
ligeros se apartaron del flanco y enfilaron hacia la patrullera. Iban armados
con lo que parecían cañones de veinte milímetros en la proa, protegidos por un
escudo blindado, y ametralladoras montadas sobre las cabinas de pilotaje.
-¡Esos cabrones
intentan flanquearnos!- exclamó Gaskill.- ¡Quiero una escuadra de Aduaneros
apoyando a los ametralladores de popa! ¡Si consiguen acercarse, encárguense de
ellos!-.
Mientras la
Policía Aduanera seguía sus órdenes, Alara fijó la mirada en los yates que se
acercaban. Lo que las hermanas instructoras de la Rosa Ensangrentada llamaba la
cólera justiciera comenzó a encenderse en el pecho de Alara.
“Venid a mí, hijos
de la disformidad. Venid aquí y recibiréis el fuego purificador de la
redención”.
Mientras la
dotación de la patrullera esperaba a que las motos y las lanchas que habían
quedado en pie se acercaran para dispararles desde popa, el cañón de la torreta
de proa comenzó a disparar contra los yates. Uno de ellos perdió el cañón y a
varios tripulantes de la cubierta, pero los otros tres comenzaron a disparar.
En esta ocasión, los proyectiles sí alcanzaron la patrullera. Alara vio cómo
uno de ellos impactaba en la cubierta y se llevaba por delante a los de los
policías aduaneros. Pero para entonces la patrullera había avanzado lo
suficiente para que los herejes de los yates estuvieran a tiro de rifle bólter.
-¡Ahora!- siseó
Alara.
Octavia y ella
apuntaron, fijaron su objetivo y dispararon. Al instante, dos artilleros
enemigos cayeron al suelo de sus respectivos yates con el pecho reventado. Otro
cañonazo de la patrullera se llevó a un tercer yate por delante. Tras un breve
intercambio de disparos, Alara se permitió esbozar una pequeña sonrisa se
satisfacción; de los seis yates artillados que se habían desviado hacia ellos,
sólo dos continuaban en pie. Y la patrullera ya se había acercado lo bastante a
la flota como para ponerse a disparar en serio.
-¡A la columna
central!- exclamó Octavia, ajustando los visores de su yelmo.- ¡Creo que es ahí
donde llevan a los psíquicos! ¡Los yates más grandes tienen gente en cubierta,
y algunos llevan un uniforme azul que parece de recluso! ¡Creo que son los
prisioneros fugados de Cráneo!-.
-¡Sargento
Gaskill!- exclamó Alara.- ¡Que los artilleros de los cañones concentrar el
fuego sobre los yates más grandes de la columna central! ¡Los brujos están
ahí!-.
El arbitrador dio
la orden, y el cañón de cien milímetros concentró todo su fuego sobre uno de
los grandes yates. Disparó, y el primer disparo alcanzó la popa de la nave. Los
dos siguientes disparos hicieron sendos agujeros en el lateral, dañando
gravemente el casco. El quinto impacto debió reventar el depósito de
combustible, porque una súbita deflagración iluminó la bruma y la cubierta del
yate quedó envuelta en llamas.
Aquello provocó la
reacción que Alara había estado esperando. El convoy enemigo ralentizó un tanto
la marcha; los herejes habían comprendido que la patrullera no sólo era un
incordio, sino un verdadero peligro. El centro de la flota comenzó a desviarse
en apoyo del flanco, y la joven Sororita contempló cómo decenas de
embarcaciones abandonaban el rumbo hacia la isla Zarasakis para enfilar
directamente hacia ellos. Aquel debería haber sido el momento en que el
Valkyria de la hermana Alexia hiciera su aparición para darles fuego de apoyo,
pero no sucedió nada. Ningún vehículo imperial, aéreo o marítimo, se
vislumbraba en el aire o en el mar. Una gruesa capa de nubarrones grises
ocultaba el cielo, y la lluvia repiqueteaba sobre un mar cada vez más picado,
cuyas aguas de color gris formaron olas de espuma a medida que los herejes se
aproximaban. Y tardarían muy poco en llegar, la patrullera estaba muy cerca.
“No me oyó”, pensó
Alara, tragando saliva. “La Ejecutoria Alexia no me oyó. No dieron la vuelta.
No vendrán a socorrernos. De lo contrario, ya estarían aquí. Ya tendrían que
haber llegado”.
Dejó escapar el
aliento a través de los dientes y se recompuso. Si aquel iba a ser su fin, lo
rubricaría con gloria.
“El Emperador
protege. Lucharemos y moriremos en su nombre. Al menos, no caeremos sin
llevarnos por delante a un buen puñado de herejes. Cada brujo que muera será
uno menos para atacar la isla de Zarasakis”.
Las motos y
lanchas enemigas comenzaban a estar a tiro de los guardias de popa, que
dispararon las ametralladoras. Mientras tanto, Alara y Octavia, arrodilladas
tras la barandilla de proa, usaron sus rifles bólter con letal puntería contra
los yates ligeros. Aun así, estos siguieron avanzando; eran muchos contra sólo
dos Sororitas, que debían escoger cuidadosamente sus objetivos para no
desperdiciar la escasa munición bólter. Los cañones de veinte milímetros que
los herejes tenían en la proa de sus yates estaban blindados, y no era sencillo
apuntar a los artilleros. Sobre la patrullera cayó una lluvia de fuego desde
múltiples direcciones, y varios guardias y arbitradores cayeron heridos.
“Condenados
herejes” maldijo Alara para sus adentros, disparando de nuevo. “Que la
Disformidad se los lleve a todos”.
Entonces, percibió
algo extraño. Todos los artilleros que quedaban vivos desaparecieron tras sus
cañones a la vez. Miró de reojo a Octavia.
-¿Puedes ver a los
artilleros?-.
Ella ajustó su
visor de nuevo.
-No, yo… Espera…
Sólo veo al del extremo izquierdo, aunque de manera parcial. Qué raro, parece
que se haya quedado en trance…
Aún no había
terminado de pronunciar la última palabra, cuando el estruendo de varios
cañonazos resonó al unísono. Y todos iban en la misma dirección: un instante
después, la torreta giratoria del cañón de cien milímetros de la patrullera saltó
en pedazos y quedó inutilizada. El cañón aguantó el ataque, pero se quedó
inmovilizado en un punto fijo. Ya no podrían apuntarlo.
-¡Mierda!- el
grito del Sargento Gaskill le llegó a Alara como a través de una nube. Todo su
ser estaba concentrado en disparar. Pronunciaba entre dientes los Salmos de
Batalla de Santa Mina cada vez que disparaba un proyectil.
-El Emperador guía
mi arma, nada debo temer a su lado… El Emperador mueve mi mano, bajo ella caen
sus enemigos… El Emperador es la Justicia, yo soy el fuego que arroja sobre los
impíos…
Derribó a diez
enemigos más, cinco de ellos artilleros enemigos. Ni siquiera notaba el sudor
helado que le corría por las sienes. Las balas silbaban a su alrededor; algunas
golpearon la barandilla que le daba cobertura parcial o las hombreras de su
servoarmadura, pero ella seguía disparando.
Entonces, un
estruendo sacudió la patrullera. Aquello sacó de su metódico ensimismamiento a
Alara, que oyó cómo algunos policías aduaneros gritaban alarmados.
-¡La línea de
flotación!- chillaba alguien.- ¡Han acertado justo en la línea de flotación!-.
-¡Haanks! ¡Haanks
está herido!-.
-¡Agente caído!
¡Que alguien ocupe la segunda ametralladora de popa! ¡Agente caído!-.
Alara se giró
durante un instante, lo justo para constatar que la cosa iba de mal en peor.
Había una docena de cuerpos caídos sobre la cubierta principal. La sangre,
mezclada con la lluvia, formaba ríos en el suelo. Algunos policías se ocupaban
de los camaradas heridos, pero la mayor parte seguían disparando con el rostro
lívido de rabia y desesperación. El agente que corría hacia la ametralladora de
popa recibió un disparo antes de poder llegar, y una salpicadura de sangre y
sesos brotó de su cabeza antes de que se cuerpo cayera como un fardo.
Si las cosas
seguían así, la batalla no iba a durar mucho. Por cada imperial que caía,
morían cinco herejes, pero los leales estaban ya seriamente diezmados, mientras
que los herejes cada vez eran más y más. Y seguía sin vislumbrarse ningún tipo
de ayuda en el horizonte.
En ese momento,
Alara se dio cuenta de que Octavia había dejado de disparar. Se giró hacia ella
con rapidez.
-¿Qué sucede?
¿Octavia?-.
Su amiga tenía la
mirada fija en los yates grandes de la columna central.
-Por el Sagrado
Trono de Terra… Alara, mira eso-.
Alara miró. Y lo
vio. El yate envuelto en llamas seguía ardiendo sin control mientras sus
ocupantes se metían en los botes salvavidas o se arrojaban al agua, pero el que
navegaba justo al lado había ralentizado la marcha y sobre la cubierta había
una figura oscura, envuelta en una túnica y con los brazos extendidos. La
patrullera estaba demasiado lejos para que Alara pudiera distinguir sus
facciones, pero pudo ver que en una de las manos portaba un báculo. Y de él
comenzaban a brotar rayos de energía disforme. La otra mano apuntaba a la
patrullera.
-¡Un brujo!-
exclamó Gaskill.- ¡Replegaos!-.
-¡No!- gritó
Alara, alzándose de repente en toda su estatura.- ¡Manténganse en sus puestos!
‘Sigan disparando!-.
El brujo lanzó la
tormenta de rayos, que se abatieron como una maraña letal sobre la patrullera.
Alara extendió el brazo hacia ellos, como si pretendiera frenarlos con la mano.
Y, mientras lo hacía, un grito a la vez poderoso y terrible brotó de sus
labios, y una luz dorada y prístina la envolvió como una aureola.
-¡Donde haya
oscuridad, brille Su luz! ¡Y la oscuridad huirá!-.
La tormenta de
rayos cayó sobre ella. Alara sintió cómo la letal energía disforme se
arremolinaba, chisporroteaba… y se descohesionaba sin causar daño alguno. La
patrullera y sus ocupantes estaban intactos.
Un breve silencio
de sorpresa pareció dejar en suspenso durante un instante la batalla naval.
Alara supo que todos lo habían visto, desde los Policías Aduaneros hasta el
último hereje enemigo: una figura resplandeciente, imponente con su
servoarmadura roja y envuelta en el aura de fe, erguida y desafiante en la proa
de la patrullera. Y había sido capaz de detener el rayo disforme. Al cabo de un
segundo, resonaron gritos de entusiasmo por parte de los Imperiales, y los
herejes volvieron a disparar con renovada virulencia.
Alara casi puso
saborear el desconcierto y la rabia del brujo. Poco después, volvió a aparecer
un segundo rayo en la cubierta del yate, aún más intenso y poderoso que el
anterior, convocado por los hechiceros. Pero para entonces Gaskill y sus
hombres estaban convencidos de que el verdadero peligro eran las balas enemigas
y apoyaban el fuego de los aduaneros para acribillar a sus rivales.
La segunda
tormenta de rayos, más virulenta que nunca y embebida de puro odio, evaporó la
lluvia al abalanzarse sobre la embarcación. En aquella ocasión, Octavia se alzó
junto a Alara, y juntas, con una oración en los labios que manifestada todo el
fervor de su fe, detuvieron el rayo. De nuevo se convirtieron en dos seres
prístinos cuya aura de luz divina destellaba, y de nuevo aquella aureola
resplandeciente detuvo el ataque de la Disformidad como si se tratara de una
lluvia de gravilla.
Muchos herejes
concentraron el fuego sobre ellas. Las balas y los rayos rebotaron sobre las
servoarmaduras, pero los disparos eran demasiados, y antes de que Alara pudiera
ponerse de nuevo a cubierto, sintió un pinchazo en el costado, una quemazón.
Apretó los dientes y se encogió tras la cubierta, tratando de no mostrar que la
habían alcanzado.
-¡Ah!- gimió.
-¿Estás herida?-
preguntó Octavia, preocupada.
-No es nada- Alara
aprovechó para recargar el rifle bólter a toda velocidad. El cargador vacío
tintineó al caer al suelo.- Una bala me ha rozado por la juntura del corpiño y
la pernera-.
Al llevarse los
dedos a la herida, los sacó manchados de sangre. Sin embargo, podía moverse sin
mucha dificultad.
“Sea lo que sea,
no es grave. Creo. En cualquier caso, lo mismo da”.
Tragó saliva y
empuñó el rifle, presta a levantarse y seguir disparando hasta el final. Fue en
ese momento cuando escuchó la primera explosión.
-¿Pero qué…?-
gritó, sorprendida.
-¡No ha sido en la
patrullera!- exclamó Octavia. Al asomar la cabeza, un grito emergió de sus
labios, aunque esta vez de alegría.- ¡Alara! ¡Alara, mira! ¡Han llegado!-.
Alara se
incorporó, y ante sus ojos apareció la maravillosa escena que ya había perdido
la esperanza de presenciar: no uno, sino cuatro Valkyrias, habían emergido de
la gruesa capa de nubes bajas que cubría el cielo. Y estaban bombardeando el
grueso de la flota hereje sin piedad.
-¡Sí!- exclamó
Alara, eufórica.- ¡Sí! ¡Divino Emperador, gracias!-.
“¡La Ejecutora
Alexia me oyó! ¡Y ha debido ir a por refuerzos! ¡Por eso han tardado tanto!”.
Las pérdidas de la
patrullera habían sido abundantes… pero habían llegado con cuatro Valkyrias de
apoyo.
Los brujos
perdieron de inmediato el interés en la patrullera y se concentraron en el
enemigo que acababa de brotar del cielo. Dos espirales de rayos psíquicos
salieron despedidas de sendos yates, impactando sobre los Valkyrias más
cercanos. Uno de ellos -sin duda, aquel en el que viajaban las Sororitas-
aguantó inerme el impacto, pero el otro perdió estabilidad y se precipitó sobre
las aguas. Rápidamente, las otras dos aeronaves hicieron una maniobra evasiva.
Tuvieron que alejarse del convoy principal, pero por fortuna la flota hereje
era grande, y seguían teniendo naves a las que disparar.
Alara, algo más
aliviada, se apoyó contra la barandilla para volver a disparar.
“Pase lo que pase
con nosotros, la Ejecutoria Alexia ha llegado. Su Valkyria prevalecerá. Podrán
impedir que los herejes alcancen Zarasakis”.
-¡Sagrado
Emperador!- la voz horrorizada de Gaskill detuvo en seco sus pensamientos.-
¡Por todos los santos! ¿Qué coño es eso?-.
Las dos Sororitas
se giraron como impulsadas por un resorte. Y lo que Alara vio la dejó sin
habla. Cuatro crestas de agua, rizadas como olas, se acercaban a toda velocidad
a la patrullera. Por un absurdo instante, la joven creyó que eran torpedos. Y
después, cuando las aguas se rompieron para dejar salir cuatro figuras
alargadas y monstruosas, pensó que eran dinovermos. Hasta que recordó, un
segundo más tarde, que Mathias le había dicho que aquellos gusanos gigantes no
podían sobrevivir en el agua salada.
-¡Sagrado Trono!-
chilló Octavia.- ¡Serpientes marinas!-.
Los cuatro
monstruos tenían al menos dos metros de ancho, se alzaban el doble de alto
sobre el nivel del mar, y sus cuerpos sinuosos eran puro músculo recubierto por
una piel escamosa y resbaladiza de color azul oscuro. Tenían unos ojos
gelatinosos y hundidos que destellaban con lo que casi parecía una inteligencia
maligna. Sus bocas llenas de dientes se abrieron desmesuradas antes de lanzarse
en picado sobre la patrullera. Los agentes de la cubierta gritaron de terror, y
cuatro de ellos desaparecieron al instante cuando las fauces de las serpientes
se cerraron sobre ellos. Espeluznantes alaridos de agonía hirieron el aire,
cortándose en seco cuando los monstruos comenzaron a masticar.
-¡En el nombre de
Terra!- exclamó Alara, horrorizada.- ¿Qué son esas cosas? ¿Qué son?-.
-¡Serpientes
marinas!- volvió a decir Octavia. Parecía tan incrédula como espantada.- ¡Pero
no tiene sentido! ¡Son depredadores de las profundidades, viven en alta mar!
¡Son… son un peligro para los pesqueros de altura, pero nunca se acercan tanto
a la costa! ¡Nunca!-.
Alara volvió a
mirar el extraño brillo en los ojos de los animales, y la recorrió un
escalofrío.
-¡Biomantes!-
comprendió.- ¡Esto es hechicería! ¡Hay biomantes entre los brujos enemigos!
¡Ellos han llamado a las serpientes! ¡Ellos las están controlando!-.
La moral que los
policías y arbitradores habían recuperado al ver llegar a los Valkyrias se
había desvanecido en el acto. En la cubierta reinaba la confusión. Algunos
trataban de esconderse o huir; otros intentaron disparar a las serpientes con
carabinas automáticas o escopetas de combate, pero sólo consiguieron enfurecer
a las bestias.
Alara se colgó el
rifle del hombro, desenfundó la pistola bólter, y musitando una plegaria rápida
echó a correr escaleras arriba, hacia la cubierta principal.
-¡Vamos!-
exclamó.- ¡Ayudémosles! ¡Contra esas criaturas hay que usar munición bólter!-.
Octavia la siguió
a la carrera. Alara se plantó en la cubierta de un salto, oteó frenética a su
alrededor, y su mirada se posó en el Sargento Gaskill, que consciente de la
inutilidad de su armamento reglamentario contra las serpientes, saltaba sobre
una de las ametralladoras y comenzaba a disparar. Las balas golpearon la dura y
viscosa piel de una de ellas, que, furiosa, lanzó un gañido escalofriante y
entreabrió las fauces, posando su terrible mirada en Gaskill.
-¡No!- gritó
Alara, abalanzándose sobre el Arbitrador.
De un empujón,
arrojó a Gaskill al suelo, apartándolo de la ametralladora. Justo en ese
momento, la sierpe atacó. Su cabeza descendió a toda velocidad sobre el lugar
donde estaba Gaskill… sólo que su sitio lo ocupada ahora Alara. La joven se
mantenía rígida, desafiante, impávida ante la mole de carne erizada de dientes
que se le venía encima.
-¡Hermana!- aulló
Gaskill.
Las poderosas
mandíbulas de la serpiente se cerraron en torno a Alara, y un segundo más tarde
el animal se alzó de nuevo sobre el mar. En el lugar donde había estado la
Sororita sólo había ahora un espacio vacío.
Alara no tenía
tiempo de vacilar, de tener miedo ni de dudar. Consciente de que sólo tendría
una oportunidad, extendió el brazo derecho hacia la boca de la serpiente y
pulsó la runa que activaba su garfio. El garfio que el tecnoadepto Crane le
había instalado en Shantuor Ledeesme.
Justo cuando el
mecanismo se disparaba, la serpiente cerró la boca. El garfio se clavó en el
paladar del animal, dando a Alara un punto de apoyo que le permitió saltar
antes de que los afilados dientes rayaran su servoarmadura.
De súbito, Alara
se vio encerrada en la cavidad estrecha, húmeda y viscosa que era la boca de la
serpiente. Notó cómo el animal rechinaba las mandíbulas, dolorido y furioso,
intentando masticarla. Bien sujeta al cable de acero, la Sororita apuntó con su
pistola bólter al paladar de la serpiente y disparó dos veces. Uno de los
disparos reventó parte de la carne, aflojando el garfio. El otro penetró a
través del cráneo del animal y reventó en su cerebro.
La serpiente lanzó
un quejido de agonía y se hundió en el agua, herida de muerte. Alara dio un
fuerte tirón, liberó el gancho, y se impulsó a través de la boca entreabierta
del monstruo, cuyo cuerpo inerte comenzó a descender con lentitud hacia las
profundidades soltando un reguero de sangre oscura.
Alara sintió una
punzada de inquietud. La servoarmadura era un traje estanco que podía
mantenerla aislada en condiciones extremas; a altas o bajas temperaturas, bajo
el agua e incluso en el espacio exterior. Sin embargo, los servomotores no
podrían impedir que se hundiera tras la serpiente, y si bien le permitirían
caminar por el lecho del mar, tardaría mucho en llegar hasta la costa.
La serpiente, en
su estertor final, se había alejado de la patrullera. Por un instante, Alara
estuvo a punto de lanzar su gancho hacia allí de todos modos, rogando porque la
distancia no fuera demasiado grande y el cable de acero pudiera llegar… hasta
que vio la sombra de un yate enemigo, que flotaba a una decena de metros de
distancia. Antes de seguir hundiéndose en el agua, la joven activó la runa de
su brazo izquierdo y el garfio salió despedido, clavándose bajo la línea de
flotación del yate.
-Gracias,
Emperador, pues tu mano me guarda- susurró, y pulsó la runa que recogía el
cable.
Agarrada al casco
de la embarcación, soltó el garfio de un tirón, se impulsó con los brazos y
ascendió a la superficie. Echó un rápido vistazo a su alrededor; había emergido
junto a estribor, en una zona de cubierta donde no había nadie. Alzó la cabeza
con cuidado, pero ningún hereje parecía haberse dado cuenta de que ella estaba
allí. Con cuidado, sujetándose con una sola mano, la joven enfundó la pistola
bólter. Luego, agarrándose a la borda, se impulsó con toda la fuerza de sus
músculos, ayudada por los servomotores, y consiguió alzarse lo bastante como
para sentarse en la barandilla y posarse en la cubierta.
Rápidamente,
desenfundó el rifle bólter y se acercó a la proa. Los rebeldes le daban la
espalda, situados como estaban alrededor del cañón y riendo despectivamente al
ver los apuros que pasaban en la patrullera enfrentándose a tres serpientes
marinas. Octavia estaba intentando abatir a una de ellas, que acababa de tragarse
a otro policía aduanero.
-Veremos quién ríe
el último, bastardos- siseó Alara, y disparó una ráfaga de bólter. Tres herejes
cayeron muertos en el acto antes de que sus boquiabiertos compañeros pudieran
siquiera darse la vuelta.
-Pero, ¿qué coño…?
Los demás sacaron
sus pistolas y dispararon. Las balas rebotaron inofensivas en la ceramita de la
servoarmadura, sin alcanzar ningún punto débil. Los herejes, atónitos al ver
que sus disparos no causaban daño alguno, apenas tuvieron tiempo de intentar
arrojarse al suelo antes de que Alara volviera a disparar. La sangre y las
vísceras salpicaron en todas direcciones mientras los gritos de dolor hendían
el aire.
Rodeada de cadáveres,
Alara miró en todas direcciones, y una ráfaga de ametralladora la sobresaltó de
súbito. Un haz de proyectiles trazó una línea muy cerca de ella, sobre la
cubierta del yate. La joven alzó la mirada y vio a otro de los rebeldes sobre
el techo de la cabina, a los mandos de una ametralladora pesada. Por fortuna,
el ángulo de disparo del arma era demasiado largo, y Alara se encontraba
demasiado cerca. Disparó una tercera ráfaga; el primer proyectil falló,
rebotando contra en cañón de la ametralladora, pero los otros dos encontraron
su objetivo. El artillero cayó al suelo emitiendo el sonido viscoso de un melón
a abrirse por la mitad; le faltaba media cabeza.
Entonces, una
ráfaga de subfusil impactó en el brazal izquierdo de Alara. El blindaje
absorbió la mayor parte del daño, pero uno de los proyectiles rozó la juntura
del codo. La joven sintió un quemazo punzante y la sangre comenzó a gotear a
través de la ceramita.
-Hijos de la
Disformidad- gruñó Alara, dolorida y furiosa.
Dirigió varios
disparos apuntados al interior de la cabina, pero los rebeldes estaban bien
parapetados. Al menos, eran cuatro, y todos disparaban a la menor oportunidad.
Alara comprendió que por pura estadística alguno acabaría provocándole una
herida seria tarde o temprano. Entonces, se llevó una mano al cinto.
-Aquellos que se
entregan a la oscuridad, será en la oscuridad donde moren- rezó.
El “clinc”
metálico de una anilla al caer al suelo resonó sobre la cubierta tres segundos
antes de que una granada explosiva aterrizara en medio de la cabina del yate.
Se oyó un grito de alarma, pero antes de que nadie pudiera reaccionar, la
granada explotó.
Alara, que se
había retirado a un lado, asomó con precaución por la puerta del camarote. Su
prudencia era innecesaria; en la cabina sólo había ya muebles destrozados y
cadáveres descuartizados.
“Bien”, pensó.
“Creo que he acabado con todos”.
En ese momento,
oyó el estampido seco de un disparo, seguido de un dolor punzante en la
espalda. Alara se giró trastabillando, y vio algo que le heló la sangre en las
venas: los cadáveres de los herejes acribillados en la cubierta se habían
levantado y la apuntaban con sus armas.
Lo más terrible es
que era evidente que seguían estando muertos; las terribles heridas que los
habían matado se abrían como grotescos desgarrones en su carne. Ya no sangraban
y tenían la piel de un blanco cadavérico, pero sus ojos sin vida estaban fijos
en ella. Otros dos dispararon; sus balas rebotaron sobre la pernera y el
pectoral de la servoarmadura. Tres más, que habían perdido sus armas o tenían
los brazos tan inutilizados que eran incapaces de usarlas, comenzaron a avanzar
a ella con la boca abierta en una mueca voraz.
“Maldita sea” se
desesperó Alara. “¡Vuelven a levantarse, igual que los bandidos de Shantuor
Ledeesme! ¡Esto es brujería disforme!”.
Musitando una
plegaria al Emperador, comenzó a disparar a los cadáveres, cuidando de apuntar
a sus cabezas. Por fortuna, los reanimados eran torpes y no parecían
preocuparse por su propia seguridad. Los cráneos de los tres cadáveres armados
fueron los primeros en estallar, después de lo cual los muertos se desplomaron.
Mientras los otros tres seguían acercándose, Alara siguió disparando de forma
rápida y metódica, sin perder los nervios, murmurando una y otra vez “de la
brujería y sus abominaciones, Emperador, líbranos”.
El último de los
reanimado cayó sobre ella y la empujó contra la pared exterior de la cabina
mientras sus dientes se clavaban en la hombrera de la servoarmadura y los
blancos dedos buscaban su cuello. Alara extrajo con la mano derecha la pistola
bólter, la apoyó en la sien de muerto y disparó. Un chorro de sangre y sesos
salpicó su yelmo, ensuciándole el visor, y el cadáver animado cayó al suelo
como un fardo.
Alara se agachó y
rasgó un trozo de la camisa del hereje para limpiarse los fluidos del yelmo.
Afortunadamente, la lluvia que caía sobre ella le facilitó la tarea. Cuando
volvió a ver con claridad, tanteó bajo las ropas del muerto y halló lo que
esperaba encontrar: un medallón con el símbolo del vermívoros.
“Esos brujos
endemoniados no sólo usan los colgantes para coordinar a sus esbirros”,
comprendió. “¡También los utilizan para reanimarlos cuando mueren! Y
probablemente puedan controlarlos mentalmente, poseerlos, y sabe el Emperador
qué monstruosidades”.
Arrancó el colgante
del cuello y lo arrojó con asco al mar, del mismo modo que echaría lejos de sí
un trozo de basura agusanada. Uno a uno, despojó a todos los muertos de sus
colgantes. Antes de echar el último al mar, observó con profundo odio el
símbolo blasfemo que mostraba.
“¡Jodeos,
cabrones!” pensó con furia. “¡Ellos están muertos y yo estoy viva! ¡Viva!
¡Acabaré con todos vosotros, lo juro!”.
Acto seguido,
arrojó el colgante lo más lejos posible de sí. Por un fugaz instante, se
preguntó si acaso el brujo que estuviera al otro lado del objeto no habría
podido oírla pensar. Sus dudas se disiparon un instante después, cuando poco
antes de desaparecer bajo el mar, el colgante emitió un chisporroteo de letales
rayos disformes.
-Puaj- se asqueó
Alara, sacudiendo la mano como si hubiera tocado algo sucio. Se alegraba de que
la ceramita se hubiera interpuesto entre ella y el colgante.- Y pensar que
llegamos a tocarlos con las manos… que Octavia y Mikael se los pusieron.
Qué asco-.
Los gritos
angustiados que llegaban de la patrullera la devolvieron a la realidad. Al
girarse, vio que las serpientes marinas seguían hostigando la embarcación sin
tregua. Tras perder a varios de sus compañeros, la mayoría de policías y
arbitradores habían optado por ponerse a cubierto para quedar fuera del alcance
de las criaturas. Sólo Gaskill y Octavia serpenteaban por la cubierta,
disparando como podían a las bestias y esquivando a la desesperada los
furibundos ataques que recibían. Una de ellas, gravemente herida, lanzó un
chillido de agonía cuando Octavia acertó le metió un proyectil bólter por el
ojo derecho. Sangrando y dando vueltas sobre sí misma, la serpiente se hundió
en el mar. Las otras dos, sin embargo, se arrojaron con furia renovada sobre la
Dialogante, que las esquivó a duras penas.
Alara echó a
correr hacia la proa y se hizo con el lanzacohetes de los herejes, que había
quedado abandonado en el suelo. No era especialista en armas pesadas, pero
sabía lo bastante de ellas como para poder cargarlo y disparar. Consciente de
que sus objetivos, vivos y en continuo movimiento, eran difíciles, entonó una
plegaria al Emperador.
-Divino Padre,
guía mi mano para que pueda defender a los fieles de Tus enemigos- rogó,
concentrando toda su fe y su determinación en el disparo.
El fuerte retroceso
del arma la hizo dar un paso atrás, pero a pesar de todo, el cohete trazó una
certera línea entre ella y una de las serpientes marinas, al tiempo que un halo
dorado resplandecía alrededor de su yelmo. El proyectil explotó al atravesar al
monstruo, partiéndolo por la mitad.
Los aterrorizados
ocupantes de la patrullera lanzaron una exclamación de sorpresa. Alara,
enfervorecida, volvió a disparar rezando a voz en grito la Oración de Santa
Dominica.
-¡Resistid,
guerreros del Emperador! ¡Que la desesperación no enturbie vuestros benditos
corazones!-.
En aquella
ocasión, todos los agentes de la patrullera contemplaron el sagrado resplandor
de su cuerpo, mientras un segundo cohete alcanzaba a otra serpiente marina con
un resultado tan letal como el primero.
Un silencio de
sorpresa se extendió en la patrullera. Segundos más tarde. Un inmenso clamor de
entusiasmo emergió de todos los rincones. Los Arbitradores y los Policías se
pusieron en pie, armas en mano, llenos de furia y devoción.
-¡El Emperador
está con nosotros!- gritó Gaskill.- ¡Hágase Su voluntad! ¡Fuego a discreción!-.
Una lluvia
inmisericorde de proyectiles acribilló las embarcaciones de los herejes,
matando a muchos y haciendo que algunos huyeran acobardados. En ese instante,
un rugido resonó en el cielo, y al alzar la cabeza, Alara sintió un estallido
de alegría salvaje al ver que otros dos Valkyrias se abrían paso entre las
nubes y bombardeaban el convoy.
Un nuevo rayo
psíquico emergió del yate central, amenazando a las aeronaves. Alara cargó el
último proyectil que quedaba en el lanzacohetes y apuntó a las figuras oscuras
que alzaban los brazos en la cubierta del yate.
-¡De la blasfemia
de los descarriados, Emperador, líbranos!- gritó.
Un jadeó
entrecortado emergió de entre sus labios al disparar. El cohete cruzó el aire
como una exhalación, e impactó de lleno en la cubierta. Los rayos psíquicos
desaparecieron al tiempo que todas las figuras reunidas en cubierta volaban en
pedazos. Entonces, para sorpresa de la joven, un nuevo proyectil impactó en el
yate grande, haciéndolo escorar. Otras embarcaciones herejes comenzaron a
recibir fuego graneado de alto calibre. Entre la lluvia y la bruma se
vislumbraron los autores de aquellos disparos: dos destructores y seis fragatas
de la Marina Imperial.
-¡Sí!- aulló
Alara, eufórica.- ¡Sí!-.
Aquello fue
demasiado para los herejes, que abandonaron el plan de ataque y comenzaron a
huir en desbandada. Los más osados se lanzaron a la desesperada directos hacia
la isla Zarasakis, sólo para encontrarse que una hilera de patrulleras cerraba
la desembocadura del río, escudando la isla y disparando a discreción. Los
gritos de rabia y agonía de los herejes llegaban distorsionados por encima de
las olas mientras la mayoría de ellos morían destrozados o acribillados, ardían
vivos o se hundían en el mar.
Jamás un
espectáculo tan espantoso le había parecido tan bello a Alara.
-¡Por el
Emperador!- gritó.- ¡Muerte al brujo y al hereje!-.
-¡Muerte al brujo
y al hereje!- corearon multitud de voces muy cerca de ella.
Alara,
sorprendida, se giró y vio que la patrullera estaba llegando a la altura del
yate. Estaba muy dañada y tenía varias vías de agua, pero aún podía navegar.
-¡Alara!- exclamó
Octavia con alegría,- ¡Lo hemos conseguido!-.
-¡Es usted una
heroína, hermana!- exclamó el sargento Gaskill, impresionado.- ¡Nos ha salvado
a todos!-.
-Ha sido nuestro
Emperador quien me ha guiado- dijo Alara, con la modestia propia de una
Sororita.
Gaskill sonrió y
asintió.
-El Emperador protege-
dijo.- No se mueva, hermana; lanzaremos una escala de cuerda y podrá subir. Los
tecnomantes están usando señales de luz para pedir ayuda y llamar a un
remolcador-.
-¡No! Bajen
ustedes aquí- le pidió Alara.- Se me ha ocurrido una idea-.
La escala se
descolgó por la borda de la patrullera. Octavia fue la primera en bajar; la
siguieron Gaskill y media docena de Arbitradores.
-¿Qué se te ha
ocurrido, Alara?- inquirió Octavia, después de intercambiar con ella un rápido
abrazo.
-Si alguien sabe
conducir este yate, que lo ponga a mínima velocidad y comencemos a patrullar
las proximidades. Tenemos que capturar a todos los herejes que podamos con
vida… y rematar a aquellos que no estén dispuestos a colaborar. Tenemos que
saber dónde están sus jefes, qué más planes tienen, cuáles son sus puntos de
reunión… y entregarlos a la Inquisición para que los interroguen a fondo-.
-Excelente idea,
hermana- dijo Gaskill.- ¡Usted, Lozzar! ¡Póngase al timón!-.
El Arbitrador
obedeció, y pronto el yate estuvo surcando lentamente las olas en busca de
supervivientes. La mayoría de las veces, se limitaron a rematar cadáveres
reanimados que braceaban en el agua, y también abatieron a algunos rebeldes,
todavía vivos, que se resistieron a ser rescatados. Sin embargo, cuatro hombres
pidieron ayuda, y fueron izados al yate por los Arbitradores. Alara se dio
cuenta de que estaban ateridos, con la piel azul del frío, y agotados. A punto
de claudicar y ahogarse, sólo el miedo a morir había conseguido mermar su
voluntad.
-¡Quítenles los
colgantes primero!- ordenó Alara.- ¡Arránquenselos y arrójenlos al mar; están
embrujados!-.
Los prisioneros
lanzaron una mirada de sorpresa y recelo a la joven. Mientras los agentes del
Arbites se apresuraban a librarse de los colgantes y cacheaban a los herejes
para quitarles las armas que pudieran conservar, Alara los observó. Dos de
ellos eran hombres maduros, curtidos, que pasaban de la treintena y la
observaban sin disimular su odio. Otro, que tendría poco más de veinte años,
miraba al suelo con el ceño fruncido. El más joven era un adolescente
delgaducho que temblaba de frío y terror. Se acercó primero a éste.
-Tú- dijo con la
mayor frialdad posible.- ¿Cómo te llamas?-.
-Ge… Ge… Gerless,
sssseñora- balbuceó el chico, al que le castañeaban los dientes.
-¿Sabes qué soy,
Gerless?-.
-N… nnn… nnno,
ssseñora-.
-Soy una Hermana
de Batalla. Una Hija del Emperador. Estoy bendecida por Su mano y mi única
misión en la vida es exterminar a las alimañas herejes como tú-.
Extrajo la pistola
bólter del cinto, y el chico lanzó un grito de terror. Parecía a punto de
echarse a llorar.
-¡No!- chilló.-
¡Piedad! Yo… yo… ¡Me arrepiento! ¡Me arrepiento de todo! ¡No quiero al Padre,
quiero a Emperador! ¡Creo en el Emperador! ¡Ssse lo juro… pppor favor! Quiero
volver con mi maaadre…
Su voz se quebró
en un sollozo. Los otros tres prisioneros lo miraron sin disimular su desprecio
y su asco.
Alara no se dejó
ablandar.
-¿Así que no
quieres morir, Gerless?-.
-¡No! ¡No!-.
-Muy bien, niño.
Atiende bien: te voy a dar una oportunidad. Sólo una oportunidad. Voy a hacerte
una serie de preguntas. Si tus respuestas me convencen, vivirás. Si no, te
reventaré la cabeza de un tiro y te mandaré a la Disformidad. ¿Me has
entendido?-.
El chico asintió
entre sollozos.
-¿Cuántos años
tienes?-.
-Q… q… quince,
ssseñora-.
-¿Desde hace
cuándo formas parte de los Vermisionarios?-.
-U… un año. Desde
los c… catorce-.
-¿Sabes qué es lo
que os acabamos de quitar? ¿El colgante que hemos arrojado al agua?-.
-Un amuleto c…
consagrado al Gran P… Padre-.
-¿Consagrado
cómo?-.
-N… no lo sé. Lo
hacen los sacerdotes. Pero tiene p… poderes. Hace que puedan comunicarse con
nosotros, y… y más cosas-.
-¿Más cosas como
qué?-.
-Ellos… ellos
pueden actuar a través de nosotros. Y si caemos, harán que sigamos luchando. Lo
dijeron los sacerdotes-.
-Ya. Has dicho que
te reclutaron a los catorce, ¿no? ¿Quién te reclutó?-.
-Los g… guerreros
del Libertador. Oí que buscaban gente y m… me ofrecí-.
-¿Conoces al
Libertador?-.
-No-.
-¿Lo has visto
alguna vez?-.
-¡No, no! Nadie lo
ha visto. Sólo los grandes sacerdotes le ven. Él da las órdenes al Consejo
Libertario, que luego hablan con los jefes regionales, que le dan órdenes a los
jefes de grupo, que nos dan órdenes a nosotros-.
-¿A dónde os
llevan cuando os reclutan?-.
-A los campos de
entrenamiento-.
-Cállate, idiota-
siseó uno de los prisioneros, un hombre de melena negra con la frente marcada
por una cicatriz.- Cierra la boca o si no te mata ella lo haré yo-.
Gerless miró al
hombre, amedrentado. Alara dio un ligero puntapié al muchacho.
-Si sabes lo que
te conviene, vas a seguir hablando. Ahora mismo yo soy para ti un peligro mucho
más grande que ese hereje de mierda- señaló con un gesto su pistola bólter.-
Los campos de reclutamiento. ¿Dónde están?-.
-Yo… yo no lo sé.
Sólo conozco al que yo fui. Está en la zona de los pantanos, al interior de
Mordall-.
-¿Podrías
señalarlo en un mapa?-.
-Creo… creo que
sí-.
-¡Alara!- la voz
de Octavia distrajo a la joven durante un instante.- He encontrado algo. Tienes
que ver esto-.
La Dialogante
salió de la destrozada cabina de pilotaje, dejando huellas sanguinolentas sobre
el suelo del yate. Llevaba un papel plastificado en la mano.
-Es un mapa de
Morloss y sus aguas aledañas- explicó.- Al parecer, se trata del plan de
batalla de los herejes. Hay una serie de símbolos concentrados sobre el
complejo penitenciario, la isla Zarasakis y las calles donde ocurrieron los
atentados. Debemos descifrarlos para conocer los detalles del plan-.
Alara miró a los
prisioneros.
-¿Conocéis el
significado de esos símbolos?-.
El adolescente
negó con la cabeza. Los otros tres prisioneros callaron. Alara se fijó en ellos
y escogió al que le parecía más nervioso, un sujeto con el pelo al cepillo,
teñido de verde y con un implante biónico barato en el ojo.
-Agente Gaskill,
dispárele en la base de la columna y arrójelo al mar-.
Gaskill desenfundó
su pistola. El hereje entró en pánico.
-¡No, joder! ¡No
hagáis eso! ¡Yo no conozco los putos símbolos; él los conoce!- señaló al hombre
de la cicatriz, el que había amenazado a Gerless.- ¡Era el jefe de mi grupo,
pregúntele!-.
El moreno de la
cicatriz apretó los dientes. Estaba claro, por la expresión de su cara, que se
arrepentía de su debilidad al haber permitido que los imperiales lo rescataran.
De repente, echó la cabeza hacia atrás, le dio un cabezazo en la espinilla al
arbitrador que lo sujetaba, y girando sobre sí mismo, se tiró por la borda y
cayó al mar con un chapoteo.
-¡Maldita sea!-
porfió Alara.
El hereje se
alejaba nadando. Los poderosos músculos de su brazo abultaban a cada brazada.
Alara apuntó el brazo hacia él, accionó la runa, y su garfio salió despedido.
El hombre lanzó un alarido de dolor cuando el gancho le atravesó el hombro
derecho y salió por el otro lado, clavando las púas en su carne. Alara presionó
de nuevo la runa y lo atrajo hacia el yate. Los gritos y las maldiciones del
hereje cortaban el aire.
-¡Aaah!- aulló
cuando Alara lo izó de nuevo a cubierta. Sus ojos eran como los de un animal
rabioso.- ¡Puta! ¡Zorra de mierda! ¡Me cago en tu puto dios cadáver y su trono
de mierda! ¡Que te follen a ti y a tu falso Emperad… AAAGGHH!
-Buen intento-
dijo Alara, levantando su bota de la herida que acababa de pisotear y mirándolo
con desprecio.- Pero no voy a matarte aún, repugnante bastardo. Tus blasfemias
sólo harán más largo y doloroso tu castigo. Ahora dime, ¿qué significan esos
símbolos?-.
-Mátame- graznó el
hombre, desfiante.- Tortúrame si quieres. El Gran Padre me da fuerzas. Nunca te
diré nada-.
Alara se inclinó
sobre él y desencajó el garfio tras varios tirones, provocando una nueva oleada
de gritos. La sangre comenzó a correr por la cubierta. Gerless sufrió una
arcada, echó la cabeza a un lado y vomitó. Octavia miró al muchacho con
frialdad.
-Deberías haber
reservado esos escrúpulos para toda la gente a la que habéis asesinado, niño.
Ciudadanos inocentes, mujeres y niños. No como ese blasfemo impío que está ahí
sangrando como los cerdos-.
-El hereje se va a
desangrar, hermana- observó Gaskill.
-No si cauterizamos
con fuego- dijo Alara, indiferente.- Alguno de ustedes tendrá un encendedor y
un poco de pólvora. Dénmela-.
Derramó pólvora
sobre la herida del hombre y le prendió fuego con rapidez. El hereje, pálido
como una sábana, volvió a gritar de agonía. Alara comprobó que el sangrado
había disminuido.
-Muy bien- dijo-
esto hará que aguante.- Se puso en pie y miró a los prisioneros restantes.- Si
creéis que mis métodos de interrogación son demasiado blandos, esperad a
conocer los de la Inquisición. Estarán encantados de recibiros. Es allí donde
os llevamos-.
El de la cicatriz
se puso más pálido aún y comenzó a retorcerse, pero los Arbitradores lo habían
atado de manos y pies con una brida, y todos sus esfuerzos fueron en balde.
Gerless rompió a llorar de nuevo. Los otros dos miraron a Alara sin disimular
su terror.
-Si hablamos, ¿nos
perdonarán la vida?- preguntó uno de ellos, un tipo rubio y barbudo de ojos
saltones.- ¿Nos jura que no nos matarán?-.
-Si nos cuentas lo
que queremos saber- dijo Alara con voz tensa- te juro por mi honor que me
aseguraré de que la Inquisición respete vuestras vidas-.
El rubio asintió.
-No sé lo que
significan todos los símbolos, pero sí sé lo que significan los de la isla.
Nuestro escuadrón iba para allá- Octavia le acercó el papel, y el rubio hizo un
gesto con la única mano que tenía libre.- Ese significa bomba explosiva, ese
significa bomba de metralla, ese de ahí ataque de contagio, y aquellos
triángulos de la plaza son el lugar donde tenían que reunirse los psíquicos.
Aunque no sé si llegarán-.
Fue en ese momento
cuando Alara cayó en cuenta. Sus labios se abrieron en una mueca de sorpresa.
-Ataque de
contagio… queréis infectar a todos los habitantes de Zarasakis que podáis, ¿no?
Con esos mutantes asquerosos que van por ahí escupiendo-.
El rubio la miró
sorprendido.
-Sí-.
-¿Qué tipo de
enfermedad es esa?-.
-Los sacerdotes le
dicen “la llamada del Padre”. Quien lo sufre se queda paralizado, sintiendo un
dolor insoportable. Oyen la llamada del Padre en su interior. Quienes lo
rechazan, agonizan hasta que mueren. Quienes claudican para librarse de dolor,
mutan y se convierten en Propagadores-.
-Propagadores. Ya.
Que van con una escolta, ¿no?-.
El rubio asintió.
-Seis
guardaespaldas. Vamos en grupos de siete; siempre siete. El siete es el número
sagrado del Gran Padre-.
-Pero ellos no se
contagian, ¿verdad? Y vosotros tampoco. Porque aunque aceptáis a ese demonio al
que llamáis Gran Padre, no habéis mutado… No podéis enfermar, ¿verdad? Porque
os han inmunizado contra la enfermedad antes de que vinierais. Existe una
vacuna, ¿no es así?-.
El rubio
enmudeció, asustado al darse cuenta de que acababa de revelar más de lo que él
mismo sospechaba. El moreno de la cicatriz lo miró con un odio asesino.
-Responde-
insistió Alara.- ¿os han vacunado?-.
-¿Seguro que la
Inquisición no me matará…?
-¡He hecho un
juramento, hereje!- rugió Alara.- ¿Pones en duda la palabra de una Adepta
Sororitas?-.
El hombre reculó,
acobardado.
-N… no. Claro que
no. Sí, hay una vacuna. Nos la pusieron. El virus no nos afecta. No puede-.
Alara echó un
vistazo al mapa.
-Por lo que veo,
ibais a volar los puentes, ¿no es así?-.
-Supongo que sí,
si las marcas están ahí. No conozco todos los detalles del plan. Ni siquiera él
los conoce- añadió, señalando con la cabeza al de la cicatriz.- Sólo los
sacerdotes conocían todos los detalles. Nos coordinaban a través de los
medallones-.
-Muy bien- Alara
hizo una señas a Gaskill y se lo llevó a un lado.- Agente, necesitamos que nos
lleven cuanto antes a la isla Zarasakis. Aún hay peligro allí-.
-¿Está segura,
hermana? De momento, todo parece tranquilo. No hay humo ni señal alguna de
explosiones; los puentes siguen intactos. Si no han podido llegar…
-Podrían haber
llegado a través de los puentes, confundiéndose con los civiles fugitivos. O
podrían estar ya ocultos en la isla. Estos atentados han requerido meses de
preparación. Ayer fue la fiesta de la Luminaria; los controles y la seguridad
eran extremos. Si tenían a gente allí para actuar hoy, debían llevar instalados
muchos días. Puede que hasta semanas-.
Gaskill asintió.
Alara no le dijo, porque ni ella misma habría sabido explicarlo del todo, que
había algo más. Un sexto sentido en su interior, el mismo sentido que la había
guiado en Shantuor Ledeesme y que le había provocado el sueño premonitorio
acerca del mutante, la estaba advirtiendo a voz en grito que aquello no había
terminado. Zarasakis seguía en peligro, y Octavia y ella debían actuar. Tenían
que llegar a la isla de inmediato, o algo terrible pasaría. Estaba segura de
ello.
-Inmovilicen a
esos herejes de la mejor forma que puedan- continuó la joven.- Cuando nos dejen
en la isla, traten de contactar con la Inquisición. Mi superior es el
Investigador Legado Mathias Trandor, del Ordo Xenos. Su objetivo es buscar un
modo de neutralizar los contagios, de modo que debe estar en un hospital,
aunque no sé en cuál. Encuéntrelo y entréguele a los herejes. No debe permitir
que escapen ni que mueran; es fundamental. En su sangre llevan la cura a la
infección. Y si tienen que vérselas con más rebeldes, quítenles siempre los
medallones que llevan al cuello; no sólo los conectan con los brujos paganos,
sino que hacen que sus cadáveres se levanten después de muertos y sigan
luchando-.
-A sus órdenes,
hermana- dijo el sargento.
De la costa había
llegado ya otra patrullera en auxilio, cuyos tecnomantes acababan de instalar
los amarres para remolcar la patrullera dañada hasta tierra firme. Los
Arbitradores izaron a los presos hasta la nave y Gaskill ordenó al agente
Lozzar que llevara a las dos Sororitas lo más rápido posible a Zarasakis.
-¿Está segura de
lo que le ha dicho a los herejes, hermana?- le murmuró a Alara antes de
despedirse de ella.- ¿Realmente va la Inquisición a respetar sus vidas?-.
-Oh, sí- respondió
Alara.- Insístale en ello al doctor Trandor, se lo ruego. Si no lo encuentra a
él, entregue los prisioneros al Legado Syrio Dryas, del Ordo Hereticus,
que también se encuentra en Morloss, y transmítale mis instrucciones. Mathias
Trandor es uno de los mejores bioquímicos que hay en Vermix en este momento; si
alguien es capaz de encontrar la cura, será él. En cuanto a los herejes…
existen otros castigos aparte de la pena de muerte. El adolescente, ese
llorica, podrá hacer un buen papel convertido en servidor. A los otros tres
hijos de la Disformidad, que los entreguen a la Eclesiarquía en cuanto el Ordo
Xenos acabe con ellos. Siempre andamos necesitados de arcoflagelantes-.