A fe y fuego

A fe y fuego

domingo, 28 de febrero de 2016

Capítulo 28



A.D. 837M40. Randor Augusta (Kerbos), Sistema Kerbos, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


-¿Cuáles son los castigos que aguardan al hereje?-.
Las clases de la Hermana Sannara tienen una virtud: suelen ser las más entretenidas. Como Militante retirada tras largos años de honorable servicio como escolta personal en la Eclesiarquía, Sannara se complace en contar detalles escabrosos y batallitas emocionantes a sus alumnas, y no hace falta tirarle mucho de la lengua para que cuente alguna de sus hazañas en combate, así como ciertas anécdotas que resultan tan macabras como fascinantes.
-La condenación eterna- responde al punto la hermana Emerie.
-Correcto, Emerie- asiente Sannara con una sonrisa torcida- pero me estaba refiriendo a los castigos que los aguardan en este mundo, no en el siguiente. ¿Alguien puede responder?-.
-La pena de muerte- contesta la hermana Christine tras alzar la mano.- Usualmente la hoguera, aunque en caso de necesidad puede sustituirse por la decapitación-.
-Muy bien. ¿Algún otro?-.
-El nido de rata- apunta la hermana Michelle.
Las dos respuestas animan a las demás chicas a rebuscar en sus mentes para sacar a la luz los castigos más dolorosos y creativos.
-La purga de piel-.
-El enmascaramiento de muerte-.
Alara también alza la mano.
-La arcoflagelación- responde.
Sus palabras provocan otra sonrisa torcida a la Hermana Sannara.
-La arcoflagelación- repite.- ¿Cómo describir a los arcoflagelantes? Quienes los ven en el campo de batalla, no lo olvidan jamás. Yo misma los he visto combatir en varias ocasiones-.
Un silencio expectante se adueña de la clase ante la perspectiva de una nueva historia.
-La arcoflagelación es un castigo reservado para los más abeyctos de entre los herejes que no ostentan la maldición de la brujería- explica Sannara.- Lo primero de todo es el raspado mental. Un arcoflagelante ya no es un ser humano, y por lo tanto no necesita recuerdos, sentimientos, lenguaje, un nombre o una identidad. Cuando sus cerebros están listos para la siguiente parte del proceso, se llevan a cabo varias operaciones quirúrgicas mediante las cuales los cuerpos se potencian físicamente y se les implanta una terrible variedad de armamento letal, como garras cortantes y electrolátigos, que sustituyen a las manos. También les insertan inyectores de estimulantes químicos en la columna, así como las vías intravenosas por donde los alimentarán. Por último, se les cubre la cabeza con el yelmo purificador. Este artefacto los deja en una especie de letargo, emitiendo himnos relajantes e imágenes de santos que los mantienen bajo control. Todo eso, claro está, hasta que se pronuncia la palabra clave que los libera de tales restricciones-.
Todas las alumnas están inmóviles, con la mirada fija en su profesora, que parece disfrutar siendo objeto de tal atención.
-Una vez se activan por medio de tal palabra, los inyectores llenan el cuerpo del arcoflagelante de estimulantes de combate, supresores de dolor y bombas adrenales, así como reguladores de ondas cerebrales que los convierten imparables máquinas de matar, incapaces de sufrir dolor, y desprovistas de todo sentido de la autoconservación. Son una poderosa tropa suicida cuerpo a cuerpo que se envía para aplastar la resistencia de los enemigos más duros. Y creedme si os digo que funciona-.
La Hermana Sannara se pasea por el entarimado y observa a sus jóvenes alumnas.
¿No es acaso la mayor muestra de la Gracia del Emperador, cómo obligamos a los que fueron Sus Enemigos a luchar sin descanso en Su Sagrado Nombre? Para los herejes, hermanas, la muerte es la liberación. Cuando un hereje se arrepiente de su error, obtiene su absolución en la muerte. Y no está en nuestra mano perdonarlo. Sólo podemos rezar por su alma mientras el viento se lleva sus cenizas-.




A.D .844M40. Morloss Sacra (Vermix), Sistema Cadwen, Sector Sardan, Segmento Tempestuoso.


Eran muchos.
Alara no habría podido decir si las embarcaciones de los herejes sumaban en verdad cincuenta, pero en cualquier caso, tampoco importaba. Igual daban cuarenta que sesenta. O setenta. O cien. Las fuerzas leales se componían de una sola patrullera artillada, que se abalanzaba contra ellos navegando a toda máquina.
Las motos de agua fueron las primeras en virar el rumbo. Poco después, las lanchas motoras siguieron su ejemplo. A Alara no se le escapó el detalle de que todas se movieron al mismo tiempo y en perfecta formación, como si su comandante hubiera radiado la orden.
“No pueden ser comunicadores. Si han provocado una distorsión sobre todas las frecuencias de radio y vocofonador de Morloss, ellos también deberían verse afectados. Son los medallones. Uno de los brujos ha dado la orden y todos la ha recibido a la vez a través de su medallón”.
Alara fue consciente de que eso ponía las cosas aún peor. Las tropas herejes estaban coordinadas y mantenían las comunicaciones; los Imperiales, no. Por supuesto, las fuerzas leales disponían de psíquicos autorizados, pero, ¿cuántos? ¿Cuántos telépatas imperiales había ahora mismo en la ciudad de Morloss? Incluso aunque incluyeran a los astrópatas, en caso de que los hubiera, no serían bastantes para mantener la comunicación entre todas las tropas. Y jamás podrían igualar en número a los brujos herejes.
-De la blasfemia de los Descarriados, Emperador, líbranos- susurró, consciente de que rezar era todo lo que podían hacer para paliar la tormenta que se les venía encima.
-Se están acercando- dijo Octavia a su lado.- Pronto estarán a distancia de tiro de las ametralladoras-.
Alara mantenía la mirada fija en las embarcaciones. Cuando se acercaron un poco más, gritó una orden.
-¡Policía aduanera! ¡Fuego de ametralladora contra las motos! ¡Disparen con los cañones a las lanchas!-.
Los cañones y las ametralladoras comenzaron a escupir disparos. Algunos motoristas cayeron al agua. Los rebeldes de las lanchas intentaron responder al fuego, pero el vaivén de sus embarcaciones les dificultaba mucho la puntería. Los disparos del enemigo se quedaron cortos o impactaron en el casco de la patrullera. Varios disparos de los cañones impactaron de lleno en las lanchas, destrozándolas y matando a sus ocupantes.
Ante semejante avalancha de disparos, las motos y las lanchas se abrieron en abanico, rodeando la patrullera. Seis yates ligeros se apartaron del flanco y enfilaron hacia la patrullera. Iban armados con lo que parecían cañones de veinte milímetros en la proa, protegidos por un escudo blindado, y ametralladoras montadas sobre las cabinas de pilotaje.
-¡Esos cabrones intentan flanquearnos!- exclamó Gaskill.- ¡Quiero una escuadra de Aduaneros apoyando a los ametralladores de popa! ¡Si consiguen acercarse, encárguense de ellos!-.
Mientras la Policía Aduanera seguía sus órdenes, Alara fijó la mirada en los yates que se acercaban. Lo que las hermanas instructoras de la Rosa Ensangrentada llamaba la cólera justiciera comenzó a encenderse en el pecho de Alara.
“Venid a mí, hijos de la disformidad. Venid aquí y recibiréis el fuego purificador de la redención”.
Mientras la dotación de la patrullera esperaba a que las motos y las lanchas que habían quedado en pie se acercaran para dispararles desde popa, el cañón de la torreta de proa comenzó a disparar contra los yates. Uno de ellos perdió el cañón y a varios tripulantes de la cubierta, pero los otros tres comenzaron a disparar. En esta ocasión, los proyectiles sí alcanzaron la patrullera. Alara vio cómo uno de ellos impactaba en la cubierta y se llevaba por delante a los de los policías aduaneros. Pero para entonces la patrullera había avanzado lo suficiente para que los herejes de los yates estuvieran a tiro de rifle bólter.
-¡Ahora!- siseó Alara.
Octavia y ella apuntaron, fijaron su objetivo y dispararon. Al instante, dos artilleros enemigos cayeron al suelo de sus respectivos yates con el pecho reventado. Otro cañonazo de la patrullera se llevó a un tercer yate por delante. Tras un breve intercambio de disparos, Alara se permitió esbozar una pequeña sonrisa se satisfacción; de los seis yates artillados que se habían desviado hacia ellos, sólo dos continuaban en pie. Y la patrullera ya se había acercado lo bastante a la flota como para ponerse a disparar en serio.
-¡A la columna central!- exclamó Octavia, ajustando los visores de su yelmo.- ¡Creo que es ahí donde llevan a los psíquicos! ¡Los yates más grandes tienen gente en cubierta, y algunos llevan un uniforme azul que parece de recluso! ¡Creo que son los prisioneros fugados de Cráneo!-.
-¡Sargento Gaskill!- exclamó Alara.- ¡Que los artilleros de los cañones concentrar el fuego sobre los yates más grandes de la columna central! ¡Los brujos están ahí!-.
El arbitrador dio la orden, y el cañón de cien milímetros concentró todo su fuego sobre uno de los grandes yates. Disparó, y el primer disparo alcanzó la popa de la nave. Los dos siguientes disparos hicieron sendos agujeros en el lateral, dañando gravemente el casco. El quinto impacto debió reventar el depósito de combustible, porque una súbita deflagración iluminó la bruma y la cubierta del yate quedó envuelta en llamas.
Aquello provocó la reacción que Alara había estado esperando. El convoy enemigo ralentizó un tanto la marcha; los herejes habían comprendido que la patrullera no sólo era un incordio, sino un verdadero peligro. El centro de la flota comenzó a desviarse en apoyo del flanco, y la joven Sororita contempló cómo decenas de embarcaciones abandonaban el rumbo hacia la isla Zarasakis para enfilar directamente hacia ellos. Aquel debería haber sido el momento en que el Valkyria de la hermana Alexia hiciera su aparición para darles fuego de apoyo, pero no sucedió nada. Ningún vehículo imperial, aéreo o marítimo, se vislumbraba en el aire o en el mar. Una gruesa capa de nubarrones grises ocultaba el cielo, y la lluvia repiqueteaba sobre un mar cada vez más picado, cuyas aguas de color gris formaron olas de espuma a medida que los herejes se aproximaban. Y tardarían muy poco en llegar, la patrullera estaba muy cerca.
“No me oyó”, pensó Alara, tragando saliva. “La Ejecutoria Alexia no me oyó. No dieron la vuelta. No vendrán a socorrernos. De lo contrario, ya estarían aquí. Ya tendrían que haber llegado”.
Dejó escapar el aliento a través de los dientes y se recompuso. Si aquel iba a ser su fin, lo rubricaría con gloria.
“El Emperador protege. Lucharemos y moriremos en su nombre. Al menos, no caeremos sin llevarnos por delante a un buen puñado de herejes. Cada brujo que muera será uno menos para atacar la isla de Zarasakis”.
Las motos y lanchas enemigas comenzaban a estar a tiro de los guardias de popa, que dispararon las ametralladoras. Mientras tanto, Alara y Octavia, arrodilladas tras la barandilla de proa, usaron sus rifles bólter con letal puntería contra los yates ligeros. Aun así, estos siguieron avanzando; eran muchos contra sólo dos Sororitas, que debían escoger cuidadosamente sus objetivos para no desperdiciar la escasa munición bólter. Los cañones de veinte milímetros que los herejes tenían en la proa de sus yates estaban blindados, y no era sencillo apuntar a los artilleros. Sobre la patrullera cayó una lluvia de fuego desde múltiples direcciones, y varios guardias y arbitradores cayeron heridos.
“Condenados herejes” maldijo Alara para sus adentros, disparando de nuevo. “Que la Disformidad se los lleve a todos”.
Entonces, percibió algo extraño. Todos los artilleros que quedaban vivos desaparecieron tras sus cañones a la vez. Miró de reojo a Octavia.
-¿Puedes ver a los artilleros?-.
Ella ajustó su visor de nuevo.
-No, yo… Espera… Sólo veo al del extremo izquierdo, aunque de manera parcial. Qué raro, parece que se haya quedado en trance…
Aún no había terminado de pronunciar la última palabra, cuando el estruendo de varios cañonazos resonó al unísono. Y todos iban en la misma dirección: un instante después, la torreta giratoria del cañón de cien milímetros de la patrullera saltó en pedazos y quedó inutilizada. El cañón aguantó el ataque, pero se quedó inmovilizado en un punto fijo. Ya no podrían apuntarlo.
-¡Mierda!- el grito del Sargento Gaskill le llegó a Alara como a través de una nube. Todo su ser estaba concentrado en disparar. Pronunciaba entre dientes los Salmos de Batalla de Santa Mina cada vez que disparaba un proyectil.
-El Emperador guía mi arma, nada debo temer a su lado… El Emperador mueve mi mano, bajo ella caen sus enemigos… El Emperador es la Justicia, yo soy el fuego que arroja sobre los impíos…
Derribó a diez enemigos más, cinco de ellos artilleros enemigos. Ni siquiera notaba el sudor helado que le corría por las sienes. Las balas silbaban a su alrededor; algunas golpearon la barandilla que le daba cobertura parcial o las hombreras de su servoarmadura, pero ella seguía disparando.
Entonces, un estruendo sacudió la patrullera. Aquello sacó de su metódico ensimismamiento a Alara, que oyó cómo algunos policías aduaneros gritaban alarmados.
-¡La línea de flotación!- chillaba alguien.- ¡Han acertado justo en la línea de flotación!-.
-¡Haanks! ¡Haanks está herido!-.
-¡Agente caído! ¡Que alguien ocupe la segunda ametralladora de popa! ¡Agente caído!-.
Alara se giró durante un instante, lo justo para constatar que la cosa iba de mal en peor. Había una docena de cuerpos caídos sobre la cubierta principal. La sangre, mezclada con la lluvia, formaba ríos en el suelo. Algunos policías se ocupaban de los camaradas heridos, pero la mayor parte seguían disparando con el rostro lívido de rabia y desesperación. El agente que corría hacia la ametralladora de popa recibió un disparo antes de poder llegar, y una salpicadura de sangre y sesos brotó de su cabeza antes de que se cuerpo cayera como un fardo.
Si las cosas seguían así, la batalla no iba a durar mucho. Por cada imperial que caía, morían cinco herejes, pero los leales estaban ya seriamente diezmados, mientras que los herejes cada vez eran más y más. Y seguía sin vislumbrarse ningún tipo de ayuda en el horizonte.
En ese momento, Alara se dio cuenta de que Octavia había dejado de disparar. Se giró hacia ella con rapidez.
-¿Qué sucede? ¿Octavia?-.
Su amiga tenía la mirada fija en los yates grandes de la columna central.
-Por el Sagrado Trono de Terra… Alara, mira eso-.
Alara miró. Y lo vio. El yate envuelto en llamas seguía ardiendo sin control mientras sus ocupantes se metían en los botes salvavidas o se arrojaban al agua, pero el que navegaba justo al lado había ralentizado la marcha y sobre la cubierta había una figura oscura, envuelta en una túnica y con los brazos extendidos. La patrullera estaba demasiado lejos para que Alara pudiera distinguir sus facciones, pero pudo ver que en una de las manos portaba un báculo. Y de él comenzaban a brotar rayos de energía disforme. La otra mano apuntaba a la patrullera.
-¡Un brujo!- exclamó Gaskill.- ¡Replegaos!-.
-¡No!- gritó Alara, alzándose de repente en toda su estatura.- ¡Manténganse en sus puestos! ‘Sigan disparando!-.
El brujo lanzó la tormenta de rayos, que se abatieron como una maraña letal sobre la patrullera. Alara extendió el brazo hacia ellos, como si pretendiera frenarlos con la mano. Y, mientras lo hacía, un grito a la vez poderoso y terrible brotó de sus labios, y una luz dorada y prístina la envolvió como una aureola.
-¡Donde haya oscuridad, brille Su luz! ¡Y la oscuridad huirá!-.
La tormenta de rayos cayó sobre ella. Alara sintió cómo la letal energía disforme se arremolinaba, chisporroteaba… y se descohesionaba sin causar daño alguno. La patrullera y sus ocupantes estaban intactos.
Un breve silencio de sorpresa pareció dejar en suspenso durante un instante la batalla naval. Alara supo que todos lo habían visto, desde los Policías Aduaneros hasta el último hereje enemigo: una figura resplandeciente, imponente con su servoarmadura roja y envuelta en el aura de fe, erguida y desafiante en la proa de la patrullera. Y había sido capaz de detener el rayo disforme. Al cabo de un segundo, resonaron gritos de entusiasmo por parte de los Imperiales, y los herejes volvieron a disparar con renovada virulencia.
Alara casi puso saborear el desconcierto y la rabia del brujo. Poco después, volvió a aparecer un segundo rayo en la cubierta del yate, aún más intenso y poderoso que el anterior, convocado por los hechiceros. Pero para entonces Gaskill y sus hombres estaban convencidos de que el verdadero peligro eran las balas enemigas y apoyaban el fuego de los aduaneros para acribillar a sus rivales.
La segunda tormenta de rayos, más virulenta que nunca y embebida de puro odio, evaporó la lluvia al abalanzarse sobre la embarcación. En aquella ocasión, Octavia se alzó junto a Alara, y juntas, con una oración en los labios que manifestada todo el fervor de su fe, detuvieron el rayo. De nuevo se convirtieron en dos seres prístinos cuya aura de luz divina destellaba, y de nuevo aquella aureola resplandeciente detuvo el ataque de la Disformidad como si se tratara de una lluvia de gravilla.
Muchos herejes concentraron el fuego sobre ellas. Las balas y los rayos rebotaron sobre las servoarmaduras, pero los disparos eran demasiados, y antes de que Alara pudiera ponerse de nuevo a cubierto, sintió un pinchazo en el costado, una quemazón. Apretó los dientes y se encogió tras la cubierta, tratando de no mostrar que la habían alcanzado.
-¡Ah!- gimió.
-¿Estás herida?- preguntó Octavia, preocupada.
-No es nada- Alara aprovechó para recargar el rifle bólter a toda velocidad. El cargador vacío tintineó al caer al suelo.- Una bala me ha rozado por la juntura del corpiño y la pernera-.
Al llevarse los dedos a la herida, los sacó manchados de sangre. Sin embargo, podía moverse sin mucha dificultad.
“Sea lo que sea, no es grave. Creo. En cualquier caso, lo mismo da”.
Tragó saliva y empuñó el rifle, presta a levantarse y seguir disparando hasta el final. Fue en ese momento cuando escuchó la primera explosión.
-¿Pero qué…?- gritó, sorprendida.
-¡No ha sido en la patrullera!- exclamó Octavia. Al asomar la cabeza, un grito emergió de sus labios, aunque esta vez de alegría.- ¡Alara! ¡Alara, mira! ¡Han llegado!-.
Alara se incorporó, y ante sus ojos apareció la maravillosa escena que ya había perdido la esperanza de presenciar: no uno, sino cuatro Valkyrias, habían emergido de la gruesa capa de nubes bajas que cubría el cielo. Y estaban bombardeando el grueso de la flota hereje sin piedad.
-¡Sí!- exclamó Alara, eufórica.- ¡Sí! ¡Divino Emperador, gracias!-.
“¡La Ejecutora Alexia me oyó! ¡Y ha debido ir a por refuerzos! ¡Por eso han tardado tanto!”.
Las pérdidas de la patrullera habían sido abundantes… pero habían llegado con cuatro Valkyrias de apoyo.
Los brujos perdieron de inmediato el interés en la patrullera y se concentraron en el enemigo que acababa de brotar del cielo. Dos espirales de rayos psíquicos salieron despedidas de sendos yates, impactando sobre los Valkyrias más cercanos. Uno de ellos -sin duda, aquel en el que viajaban las Sororitas- aguantó inerme el impacto, pero el otro perdió estabilidad y se precipitó sobre las aguas. Rápidamente, las otras dos aeronaves hicieron una maniobra evasiva. Tuvieron que alejarse del convoy principal, pero por fortuna la flota hereje era grande, y seguían teniendo naves a las que disparar.
Alara, algo más aliviada, se apoyó contra la barandilla para volver a disparar.
“Pase lo que pase con nosotros, la Ejecutoria Alexia ha llegado. Su Valkyria prevalecerá. Podrán impedir que los herejes alcancen Zarasakis”.
-¡Sagrado Emperador!- la voz horrorizada de Gaskill detuvo en seco sus pensamientos.- ¡Por todos los santos! ¿Qué coño es eso?-.
Las dos Sororitas se giraron como impulsadas por un resorte. Y lo que Alara vio la dejó sin habla. Cuatro crestas de agua, rizadas como olas, se acercaban a toda velocidad a la patrullera. Por un absurdo instante, la joven creyó que eran torpedos. Y después, cuando las aguas se rompieron para dejar salir cuatro figuras alargadas y monstruosas, pensó que eran dinovermos. Hasta que recordó, un segundo más tarde, que Mathias le había dicho que aquellos gusanos gigantes no podían sobrevivir en el agua salada.
-¡Sagrado Trono!- chilló Octavia.- ¡Serpientes marinas!-.
Los cuatro monstruos tenían al menos dos metros de ancho, se alzaban el doble de alto sobre el nivel del mar, y sus cuerpos sinuosos eran puro músculo recubierto por una piel escamosa y resbaladiza de color azul oscuro. Tenían unos ojos gelatinosos y hundidos que destellaban con lo que casi parecía una inteligencia maligna. Sus bocas llenas de dientes se abrieron desmesuradas antes de lanzarse en picado sobre la patrullera. Los agentes de la cubierta gritaron de terror, y cuatro de ellos desaparecieron al instante cuando las fauces de las serpientes se cerraron sobre ellos. Espeluznantes alaridos de agonía hirieron el aire, cortándose en seco cuando los monstruos comenzaron a masticar.
-¡En el nombre de Terra!- exclamó Alara, horrorizada.- ¿Qué son esas cosas? ¿Qué son?-.
-¡Serpientes marinas!- volvió a decir Octavia. Parecía tan incrédula como espantada.- ¡Pero no tiene sentido! ¡Son depredadores de las profundidades, viven en alta mar! ¡Son… son un peligro para los pesqueros de altura, pero nunca se acercan tanto a la costa! ¡Nunca!-.
Alara volvió a mirar el extraño brillo en los ojos de los animales, y la recorrió un escalofrío.
-¡Biomantes!- comprendió.- ¡Esto es hechicería! ¡Hay biomantes entre los brujos enemigos! ¡Ellos han llamado a las serpientes! ¡Ellos las están controlando!-.
La moral que los policías y arbitradores habían recuperado al ver llegar a los Valkyrias se había desvanecido en el acto. En la cubierta reinaba la confusión. Algunos trataban de esconderse o huir; otros intentaron disparar a las serpientes con carabinas automáticas o escopetas de combate, pero sólo consiguieron enfurecer a las bestias.
Alara se colgó el rifle del hombro, desenfundó la pistola bólter, y musitando una plegaria rápida echó a correr escaleras arriba, hacia la cubierta principal.
-¡Vamos!- exclamó.- ¡Ayudémosles! ¡Contra esas criaturas hay que usar munición bólter!-.
Octavia la siguió a la carrera. Alara se plantó en la cubierta de un salto, oteó frenética a su alrededor, y su mirada se posó en el Sargento Gaskill, que consciente de la inutilidad de su armamento reglamentario contra las serpientes, saltaba sobre una de las ametralladoras y comenzaba a disparar. Las balas golpearon la dura y viscosa piel de una de ellas, que, furiosa, lanzó un gañido escalofriante y entreabrió las fauces, posando su terrible mirada en Gaskill.
-¡No!- gritó Alara, abalanzándose sobre el Arbitrador.
De un empujón, arrojó a Gaskill al suelo, apartándolo de la ametralladora. Justo en ese momento, la sierpe atacó. Su cabeza descendió a toda velocidad sobre el lugar donde estaba Gaskill… sólo que su sitio lo ocupada ahora Alara. La joven se mantenía rígida, desafiante, impávida ante la mole de carne erizada de dientes que se le venía encima.
-¡Hermana!- aulló Gaskill.
Las poderosas mandíbulas de la serpiente se cerraron en torno a Alara, y un segundo más tarde el animal se alzó de nuevo sobre el mar. En el lugar donde había estado la Sororita sólo había ahora un espacio vacío.



Alara no tenía tiempo de vacilar, de tener miedo ni de dudar. Consciente de que sólo tendría una oportunidad, extendió el brazo derecho hacia la boca de la serpiente y pulsó la runa que activaba su garfio. El garfio que el tecnoadepto Crane le había instalado en Shantuor Ledeesme.
Justo cuando el mecanismo se disparaba, la serpiente cerró la boca. El garfio se clavó en el paladar del animal, dando a Alara un punto de apoyo que le permitió saltar antes de que los afilados dientes rayaran su servoarmadura.
De súbito, Alara se vio encerrada en la cavidad estrecha, húmeda y viscosa que era la boca de la serpiente. Notó cómo el animal rechinaba las mandíbulas, dolorido y furioso, intentando masticarla. Bien sujeta al cable de acero, la Sororita apuntó con su pistola bólter al paladar de la serpiente y disparó dos veces. Uno de los disparos reventó parte de la carne, aflojando el garfio. El otro penetró a través del cráneo del animal y reventó en su cerebro.
La serpiente lanzó un quejido de agonía y se hundió en el agua, herida de muerte. Alara dio un fuerte tirón, liberó el gancho, y se impulsó a través de la boca entreabierta del monstruo, cuyo cuerpo inerte comenzó a descender con lentitud hacia las profundidades soltando un reguero de sangre oscura.
Alara sintió una punzada de inquietud. La servoarmadura era un traje estanco que podía mantenerla aislada en condiciones extremas; a altas o bajas temperaturas, bajo el agua e incluso en el espacio exterior. Sin embargo, los servomotores no podrían impedir que se hundiera tras la serpiente, y si bien le permitirían caminar por el lecho del mar, tardaría mucho en llegar hasta la costa.
La serpiente, en su estertor final, se había alejado de la patrullera. Por un instante, Alara estuvo a punto de lanzar su gancho hacia allí de todos modos, rogando porque la distancia no fuera demasiado grande y el cable de acero pudiera llegar… hasta que vio la sombra de un yate enemigo, que flotaba a una decena de metros de distancia. Antes de seguir hundiéndose en el agua, la joven activó la runa de su brazo izquierdo y el garfio salió despedido, clavándose bajo la línea de flotación del yate.
-Gracias, Emperador, pues tu mano me guarda- susurró, y pulsó la runa que recogía el cable.
Agarrada al casco de la embarcación, soltó el garfio de un tirón, se impulsó con los brazos y ascendió a la superficie. Echó un rápido vistazo a su alrededor; había emergido junto a estribor, en una zona de cubierta donde no había nadie. Alzó la cabeza con cuidado, pero ningún hereje parecía haberse dado cuenta de que ella estaba allí. Con cuidado, sujetándose con una sola mano, la joven enfundó la pistola bólter. Luego, agarrándose a la borda, se impulsó con toda la fuerza de sus músculos, ayudada por los servomotores, y consiguió alzarse lo bastante como para sentarse en la barandilla y posarse en la cubierta.
Rápidamente, desenfundó el rifle bólter y se acercó a la proa. Los rebeldes le daban la espalda, situados como estaban alrededor del cañón y riendo despectivamente al ver los apuros que pasaban en la patrullera enfrentándose a tres serpientes marinas. Octavia estaba intentando abatir a una de ellas, que acababa de tragarse a otro policía aduanero.
-Veremos quién ríe el último, bastardos- siseó Alara, y disparó una ráfaga de bólter. Tres herejes cayeron muertos en el acto antes de que sus boquiabiertos compañeros pudieran siquiera darse la vuelta.
-Pero, ¿qué coño…?
Los demás sacaron sus pistolas y dispararon. Las balas rebotaron inofensivas en la ceramita de la servoarmadura, sin alcanzar ningún punto débil. Los herejes, atónitos al ver que sus disparos no causaban daño alguno, apenas tuvieron tiempo de intentar arrojarse al suelo antes de que Alara volviera a disparar. La sangre y las vísceras salpicaron en todas direcciones mientras los gritos de dolor hendían el aire.
Rodeada de cadáveres, Alara miró en todas direcciones, y una ráfaga de ametralladora la sobresaltó de súbito. Un haz de proyectiles trazó una línea muy cerca de ella, sobre la cubierta del yate. La joven alzó la mirada y vio a otro de los rebeldes sobre el techo de la cabina, a los mandos de una ametralladora pesada. Por fortuna, el ángulo de disparo del arma era demasiado largo, y Alara se encontraba demasiado cerca. Disparó una tercera ráfaga; el primer proyectil falló, rebotando contra en cañón de la ametralladora, pero los otros dos encontraron su objetivo. El artillero cayó al suelo emitiendo el sonido viscoso de un melón a abrirse por la mitad; le faltaba media cabeza.
Entonces, una ráfaga de subfusil impactó en el brazal izquierdo de Alara. El blindaje absorbió la mayor parte del daño, pero uno de los proyectiles rozó la juntura del codo. La joven sintió un quemazo punzante y la sangre comenzó a gotear a través de la ceramita.
-Hijos de la Disformidad- gruñó Alara, dolorida y furiosa.
Dirigió varios disparos apuntados al interior de la cabina, pero los rebeldes estaban bien parapetados. Al menos, eran cuatro, y todos disparaban a la menor oportunidad. Alara comprendió que por pura estadística alguno acabaría provocándole una herida seria tarde o temprano. Entonces, se llevó una mano al cinto.
-Aquellos que se entregan a la oscuridad, será en la oscuridad donde moren- rezó.
El “clinc” metálico de una anilla al caer al suelo resonó sobre la cubierta tres segundos antes de que una granada explosiva aterrizara en medio de la cabina del yate. Se oyó un grito de alarma, pero antes de que nadie pudiera reaccionar, la granada explotó.
Alara, que se había retirado a un lado, asomó con precaución por la puerta del camarote. Su prudencia era innecesaria; en la cabina sólo había ya muebles destrozados y cadáveres descuartizados.
“Bien”, pensó. “Creo que he acabado con todos”.
En ese momento, oyó el estampido seco de un disparo, seguido de un dolor punzante en la espalda. Alara se giró trastabillando, y vio algo que le heló la sangre en las venas: los cadáveres de los herejes acribillados en la cubierta se habían levantado y la apuntaban con sus armas.
Lo más terrible es que era evidente que seguían estando muertos; las terribles heridas que los habían matado se abrían como grotescos desgarrones en su carne. Ya no sangraban y tenían la piel de un blanco cadavérico, pero sus ojos sin vida estaban fijos en ella. Otros dos dispararon; sus balas rebotaron sobre la pernera y el pectoral de la servoarmadura. Tres más, que habían perdido sus armas o tenían los brazos tan inutilizados que eran incapaces de usarlas, comenzaron a avanzar a ella con la boca abierta en una mueca voraz.
“Maldita sea” se desesperó Alara. “¡Vuelven a levantarse, igual que los bandidos de Shantuor Ledeesme! ¡Esto es brujería disforme!”.
Musitando una plegaria al Emperador, comenzó a disparar a los cadáveres, cuidando de apuntar a sus cabezas. Por fortuna, los reanimados eran torpes y no parecían preocuparse por su propia seguridad. Los cráneos de los tres cadáveres armados fueron los primeros en estallar, después de lo cual los muertos se desplomaron. Mientras los otros tres seguían acercándose, Alara siguió disparando de forma rápida y metódica, sin perder los nervios, murmurando una y otra vez “de la brujería y sus abominaciones, Emperador, líbranos”.
El último de los reanimado cayó sobre ella y la empujó contra la pared exterior de la cabina mientras sus dientes se clavaban en la hombrera de la servoarmadura y los blancos dedos buscaban su cuello. Alara extrajo con la mano derecha la pistola bólter, la apoyó en la sien de muerto y disparó. Un chorro de sangre y sesos salpicó su yelmo, ensuciándole el visor, y el cadáver animado cayó al suelo como un fardo.
Alara se agachó y rasgó un trozo de la camisa del hereje para limpiarse los fluidos del yelmo. Afortunadamente, la lluvia que caía sobre ella le facilitó la tarea. Cuando volvió a ver con claridad, tanteó bajo las ropas del muerto y halló lo que esperaba encontrar: un medallón con el símbolo del vermívoros.
“Esos brujos endemoniados no sólo usan los colgantes para coordinar a sus esbirros”, comprendió. “¡También los utilizan para reanimarlos cuando mueren! Y probablemente puedan controlarlos mentalmente, poseerlos, y sabe el Emperador qué monstruosidades”.
Arrancó el colgante del cuello y lo arrojó con asco al mar, del mismo modo que echaría lejos de sí un trozo de basura agusanada. Uno a uno, despojó a todos los muertos de sus colgantes. Antes de echar el último al mar, observó con profundo odio el símbolo blasfemo que mostraba.
“¡Jodeos, cabrones!” pensó con furia. “¡Ellos están muertos y yo estoy viva! ¡Viva! ¡Acabaré con todos vosotros, lo juro!”.
Acto seguido, arrojó el colgante lo más lejos posible de sí. Por un fugaz instante, se preguntó si acaso el brujo que estuviera al otro lado del objeto no habría podido oírla pensar. Sus dudas se disiparon un instante después, cuando poco antes de desaparecer bajo el mar, el colgante emitió un chisporroteo de letales rayos disformes.
-Puaj- se asqueó Alara, sacudiendo la mano como si hubiera tocado algo sucio. Se alegraba de que la ceramita se hubiera interpuesto entre ella y el colgante.- Y pensar que llegamos a tocarlos con las manos… que Octavia y Mikael se los pusieron. Qué asco-.
Los gritos angustiados que llegaban de la patrullera la devolvieron a la realidad. Al girarse, vio que las serpientes marinas seguían hostigando la embarcación sin tregua. Tras perder a varios de sus compañeros, la mayoría de policías y arbitradores habían optado por ponerse a cubierto para quedar fuera del alcance de las criaturas. Sólo Gaskill y Octavia serpenteaban por la cubierta, disparando como podían a las bestias y esquivando a la desesperada los furibundos ataques que recibían. Una de ellas, gravemente herida, lanzó un chillido de agonía cuando Octavia acertó le metió un proyectil bólter por el ojo derecho. Sangrando y dando vueltas sobre sí misma, la serpiente se hundió en el mar. Las otras dos, sin embargo, se arrojaron con furia renovada sobre la Dialogante, que las esquivó a duras penas.
Alara echó a correr hacia la proa y se hizo con el lanzacohetes de los herejes, que había quedado abandonado en el suelo. No era especialista en armas pesadas, pero sabía lo bastante de ellas como para poder cargarlo y disparar. Consciente de que sus objetivos, vivos y en continuo movimiento, eran difíciles, entonó una plegaria al Emperador.
-Divino Padre, guía mi mano para que pueda defender a los fieles de Tus enemigos- rogó, concentrando toda su fe y su determinación en el disparo.
El fuerte retroceso del arma la hizo dar un paso atrás, pero a pesar de todo, el cohete trazó una certera línea entre ella y una de las serpientes marinas, al tiempo que un halo dorado resplandecía alrededor de su yelmo. El proyectil explotó al atravesar al monstruo, partiéndolo por la mitad.
Los aterrorizados ocupantes de la patrullera lanzaron una exclamación de sorpresa. Alara, enfervorecida, volvió a disparar rezando a voz en grito la Oración de Santa Dominica.
-¡Resistid, guerreros del Emperador! ¡Que la desesperación no enturbie vuestros benditos corazones!-.
En aquella ocasión, todos los agentes de la patrullera contemplaron el sagrado resplandor de su cuerpo, mientras un segundo cohete alcanzaba a otra serpiente marina con un resultado tan letal como el primero.
Un silencio de sorpresa se extendió en la patrullera. Segundos más tarde. Un inmenso clamor de entusiasmo emergió de todos los rincones. Los Arbitradores y los Policías se pusieron en pie, armas en mano, llenos de furia y devoción.
-¡El Emperador está con nosotros!- gritó Gaskill.- ¡Hágase Su voluntad! ¡Fuego a discreción!-.
Una lluvia inmisericorde de proyectiles acribilló las embarcaciones de los herejes, matando a muchos y haciendo que algunos huyeran acobardados. En ese instante, un rugido resonó en el cielo, y al alzar la cabeza, Alara sintió un estallido de alegría salvaje al ver que otros dos Valkyrias se abrían paso entre las nubes y bombardeaban el convoy.
Un nuevo rayo psíquico emergió del yate central, amenazando a las aeronaves. Alara cargó el último proyectil que quedaba en el lanzacohetes y apuntó a las figuras oscuras que alzaban los brazos en la cubierta del yate.
-¡De la blasfemia de los descarriados, Emperador, líbranos!- gritó.
Un jadeó entrecortado emergió de entre sus labios al disparar. El cohete cruzó el aire como una exhalación, e impactó de lleno en la cubierta. Los rayos psíquicos desaparecieron al tiempo que todas las figuras reunidas en cubierta volaban en pedazos. Entonces, para sorpresa de la joven, un nuevo proyectil impactó en el yate grande, haciéndolo escorar. Otras embarcaciones herejes comenzaron a recibir fuego graneado de alto calibre. Entre la lluvia y la bruma se vislumbraron los autores de aquellos disparos: dos destructores y seis fragatas de la Marina Imperial.
-¡Sí!- aulló Alara, eufórica.- ¡Sí!-.
Aquello fue demasiado para los herejes, que abandonaron el plan de ataque y comenzaron a huir en desbandada. Los más osados se lanzaron a la desesperada directos hacia la isla Zarasakis, sólo para encontrarse que una hilera de patrulleras cerraba la desembocadura del río, escudando la isla y disparando a discreción. Los gritos de rabia y agonía de los herejes llegaban distorsionados por encima de las olas mientras la mayoría de ellos morían destrozados o acribillados, ardían vivos o se hundían en el mar.
Jamás un espectáculo tan espantoso le había parecido tan bello a Alara.
-¡Por el Emperador!- gritó.- ¡Muerte al brujo y al hereje!-.
-¡Muerte al brujo y al hereje!- corearon multitud de voces muy cerca de ella.
Alara, sorprendida, se giró y vio que la patrullera estaba llegando a la altura del yate. Estaba muy dañada y tenía varias vías de agua, pero aún podía navegar.
-¡Alara!- exclamó Octavia con alegría,- ¡Lo hemos conseguido!-.
-¡Es usted una heroína, hermana!- exclamó el sargento Gaskill, impresionado.- ¡Nos ha salvado a todos!-.
-Ha sido nuestro Emperador quien me ha guiado- dijo Alara, con la modestia propia de una Sororita.
Gaskill sonrió y asintió.
-El Emperador protege- dijo.- No se mueva, hermana; lanzaremos una escala de cuerda y podrá subir. Los tecnomantes están usando señales de luz para pedir ayuda y llamar a un remolcador-.
-¡No! Bajen ustedes aquí- le pidió Alara.- Se me ha ocurrido una idea-.
La escala se descolgó por la borda de la patrullera. Octavia fue la primera en bajar; la siguieron Gaskill y media docena de Arbitradores.
-¿Qué se te ha ocurrido, Alara?- inquirió Octavia, después de intercambiar con ella un rápido abrazo.
-Si alguien sabe conducir este yate, que lo ponga a mínima velocidad y comencemos a patrullar las proximidades. Tenemos que capturar a todos los herejes que podamos con vida… y rematar a aquellos que no estén dispuestos a colaborar. Tenemos que saber dónde están sus jefes, qué más planes tienen, cuáles son sus puntos de reunión… y entregarlos a la Inquisición para que los interroguen a fondo-.
-Excelente idea, hermana- dijo Gaskill.- ¡Usted, Lozzar! ¡Póngase al timón!-.
El Arbitrador obedeció, y pronto el yate estuvo surcando lentamente las olas en busca de supervivientes. La mayoría de las veces, se limitaron a rematar cadáveres reanimados que braceaban en el agua, y también abatieron a algunos rebeldes, todavía vivos, que se resistieron a ser rescatados. Sin embargo, cuatro hombres pidieron ayuda, y fueron izados al yate por los Arbitradores. Alara se dio cuenta de que estaban ateridos, con la piel azul del frío, y agotados. A punto de claudicar y ahogarse, sólo el miedo a morir había conseguido mermar su voluntad.
-¡Quítenles los colgantes primero!- ordenó Alara.- ¡Arránquenselos y arrójenlos al mar; están embrujados!-.
Los prisioneros lanzaron una mirada de sorpresa y recelo a la joven. Mientras los agentes del Arbites se apresuraban a librarse de los colgantes y cacheaban a los herejes para quitarles las armas que pudieran conservar, Alara los observó. Dos de ellos eran hombres maduros, curtidos, que pasaban de la treintena y la observaban sin disimular su odio. Otro, que tendría poco más de veinte años, miraba al suelo con el ceño fruncido. El más joven era un adolescente delgaducho que temblaba de frío y terror. Se acercó primero a éste.
-Tú- dijo con la mayor frialdad posible.- ¿Cómo te llamas?-.
-Ge… Ge… Gerless, sssseñora- balbuceó el chico, al que le castañeaban los dientes.
-¿Sabes qué soy, Gerless?-.
-N… nnn… nnno, ssseñora-.
-Soy una Hermana de Batalla. Una Hija del Emperador. Estoy bendecida por Su mano y mi única misión en la vida es exterminar a las alimañas herejes como tú-.
Extrajo la pistola bólter del cinto, y el chico lanzó un grito de terror. Parecía a punto de echarse a llorar.
-¡No!- chilló.- ¡Piedad! Yo… yo… ¡Me arrepiento! ¡Me arrepiento de todo! ¡No quiero al Padre, quiero a Emperador! ¡Creo en el Emperador! ¡Ssse lo juro… pppor favor! Quiero volver con mi maaadre…
Su voz se quebró en un sollozo. Los otros tres prisioneros lo miraron sin disimular su desprecio y su asco.
Alara no se dejó ablandar.
-¿Así que no quieres morir, Gerless?-.
-¡No! ¡No!-.
-Muy bien, niño. Atiende bien: te voy a dar una oportunidad. Sólo una oportunidad. Voy a hacerte una serie de preguntas. Si tus respuestas me convencen, vivirás. Si no, te reventaré la cabeza de un tiro y te mandaré a la Disformidad. ¿Me has entendido?-.
El chico asintió entre sollozos.
-¿Cuántos años tienes?-.
-Q… q… quince, ssseñora-.
-¿Desde hace cuándo formas parte de los Vermisionarios?-.
-U… un año. Desde los c… catorce-.
-¿Sabes qué es lo que os acabamos de quitar? ¿El colgante que hemos arrojado al agua?-.
-Un amuleto c… consagrado al Gran P… Padre-.
-¿Consagrado cómo?-.
-N… no lo sé. Lo hacen los sacerdotes. Pero tiene p… poderes. Hace que puedan comunicarse con nosotros, y… y más cosas-.
-¿Más cosas como qué?-.
-Ellos… ellos pueden actuar a través de nosotros. Y si caemos, harán que sigamos luchando. Lo dijeron los sacerdotes-.
-Ya. Has dicho que te reclutaron a los catorce, ¿no? ¿Quién te reclutó?-.
-Los g… guerreros del Libertador. Oí que buscaban gente y m… me ofrecí-.
-¿Conoces al Libertador?-.
-No-.
-¿Lo has visto alguna vez?-.
-¡No, no! Nadie lo ha visto. Sólo los grandes sacerdotes le ven. Él da las órdenes al Consejo Libertario, que luego hablan con los jefes regionales, que le dan órdenes a los jefes de grupo, que nos dan órdenes a nosotros-.
-¿A dónde os llevan cuando os reclutan?-.
-A los campos de entrenamiento-.
-Cállate, idiota- siseó uno de los prisioneros, un hombre de melena negra con la frente marcada por una cicatriz.- Cierra la boca o si no te mata ella lo haré yo-.
Gerless miró al hombre, amedrentado. Alara dio un ligero puntapié al muchacho.
-Si sabes lo que te conviene, vas a seguir hablando. Ahora mismo yo soy para ti un peligro mucho más grande que ese hereje de mierda- señaló con un gesto su pistola bólter.- Los campos de reclutamiento. ¿Dónde están?-.
-Yo… yo no lo sé. Sólo conozco al que yo fui. Está en la zona de los pantanos, al interior de Mordall-.
-¿Podrías señalarlo en un mapa?-.
-Creo… creo que sí-.
-¡Alara!- la voz de Octavia distrajo a la joven durante un instante.- He encontrado algo. Tienes que ver esto-.
La Dialogante salió de la destrozada cabina de pilotaje, dejando huellas sanguinolentas sobre el suelo del yate. Llevaba un papel plastificado en la mano.
-Es un mapa de Morloss y sus aguas aledañas- explicó.- Al parecer, se trata del plan de batalla de los herejes. Hay una serie de símbolos concentrados sobre el complejo penitenciario, la isla Zarasakis y las calles donde ocurrieron los atentados. Debemos descifrarlos para conocer los detalles del plan-.
Alara miró a los prisioneros.
-¿Conocéis el significado de esos símbolos?-.
El adolescente negó con la cabeza. Los otros tres prisioneros callaron. Alara se fijó en ellos y escogió al que le parecía más nervioso, un sujeto con el pelo al cepillo, teñido de verde y con un implante biónico barato en el ojo.
-Agente Gaskill, dispárele en la base de la columna y arrójelo al mar-.
Gaskill desenfundó su pistola. El hereje entró en pánico.
-¡No, joder! ¡No hagáis eso! ¡Yo no conozco los putos símbolos; él los conoce!- señaló al hombre de la cicatriz, el que había amenazado a Gerless.- ¡Era el jefe de mi grupo, pregúntele!-.
El moreno de la cicatriz apretó los dientes. Estaba claro, por la expresión de su cara, que se arrepentía de su debilidad al haber permitido que los imperiales lo rescataran. De repente, echó la cabeza hacia atrás, le dio un cabezazo en la espinilla al arbitrador que lo sujetaba, y girando sobre sí mismo, se tiró por la borda y cayó al mar con un chapoteo.
-¡Maldita sea!- porfió Alara.
El hereje se alejaba nadando. Los poderosos músculos de su brazo abultaban a cada brazada. Alara apuntó el brazo hacia él, accionó la runa, y su garfio salió despedido. El hombre lanzó un alarido de dolor cuando el gancho le atravesó el hombro derecho y salió por el otro lado, clavando las púas en su carne. Alara presionó de nuevo la runa y lo atrajo hacia el yate. Los gritos y las maldiciones del hereje cortaban el aire.
-¡Aaah!- aulló cuando Alara lo izó de nuevo a cubierta. Sus ojos eran como los de un animal rabioso.- ¡Puta! ¡Zorra de mierda! ¡Me cago en tu puto dios cadáver y su trono de mierda! ¡Que te follen a ti y a tu falso Emperad… AAAGGHH!
-Buen intento- dijo Alara, levantando su bota de la herida que acababa de pisotear y mirándolo con desprecio.- Pero no voy a matarte aún, repugnante bastardo. Tus blasfemias sólo harán más largo y doloroso tu castigo. Ahora dime, ¿qué significan esos símbolos?-.
-Mátame- graznó el hombre, desfiante.- Tortúrame si quieres. El Gran Padre me da fuerzas. Nunca te diré nada-.
Alara se inclinó sobre él y desencajó el garfio tras varios tirones, provocando una nueva oleada de gritos. La sangre comenzó a correr por la cubierta. Gerless sufrió una arcada, echó la cabeza a un lado y vomitó. Octavia miró al muchacho con frialdad.
-Deberías haber reservado esos escrúpulos para toda la gente a la que habéis asesinado, niño. Ciudadanos inocentes, mujeres y niños. No como ese blasfemo impío que está ahí sangrando como los cerdos-.
-El hereje se va a desangrar, hermana- observó Gaskill.
-No si cauterizamos con fuego- dijo Alara, indiferente.- Alguno de ustedes tendrá un encendedor y un poco de pólvora. Dénmela-.
Derramó pólvora sobre la herida del hombre y le prendió fuego con rapidez. El hereje, pálido como una sábana, volvió a gritar de agonía. Alara comprobó que el sangrado había disminuido.
-Muy bien- dijo- esto hará que aguante.- Se puso en pie y miró a los prisioneros restantes.- Si creéis que mis métodos de interrogación son demasiado blandos, esperad a conocer los de la Inquisición. Estarán encantados de recibiros. Es allí donde os llevamos-.
El de la cicatriz se puso más pálido aún y comenzó a retorcerse, pero los Arbitradores lo habían atado de manos y pies con una brida, y todos sus esfuerzos fueron en balde. Gerless rompió a llorar de nuevo. Los otros dos miraron a Alara sin disimular su terror.
-Si hablamos, ¿nos perdonarán la vida?- preguntó uno de ellos, un tipo rubio y barbudo de ojos saltones.- ¿Nos jura que no nos matarán?-.
-Si nos cuentas lo que queremos saber- dijo Alara con voz tensa- te juro por mi honor que me aseguraré de que la Inquisición respete vuestras vidas-.
El rubio asintió.
-No sé lo que significan todos los símbolos, pero sí sé lo que significan los de la isla. Nuestro escuadrón iba para allá- Octavia le acercó el papel, y el rubio hizo un gesto con la única mano que tenía libre.- Ese significa bomba explosiva, ese significa bomba de metralla, ese de ahí ataque de contagio, y aquellos triángulos de la plaza son el lugar donde tenían que reunirse los psíquicos. Aunque no sé si llegarán-.
Fue en ese momento cuando Alara cayó en cuenta. Sus labios se abrieron en una mueca de sorpresa.
-Ataque de contagio… queréis infectar a todos los habitantes de Zarasakis que podáis, ¿no? Con esos mutantes asquerosos que van por ahí escupiendo-.
El rubio la miró sorprendido.
-Sí-.
-¿Qué tipo de enfermedad es esa?-.
-Los sacerdotes le dicen “la llamada del Padre”. Quien lo sufre se queda paralizado, sintiendo un dolor insoportable. Oyen la llamada del Padre en su interior. Quienes lo rechazan, agonizan hasta que mueren. Quienes claudican para librarse de dolor, mutan y se convierten en Propagadores-.
-Propagadores. Ya. Que van con una escolta, ¿no?-.
El rubio asintió.
-Seis guardaespaldas. Vamos en grupos de siete; siempre siete. El siete es el número sagrado del Gran Padre-.
-Pero ellos no se contagian, ¿verdad? Y vosotros tampoco. Porque aunque aceptáis a ese demonio al que llamáis Gran Padre, no habéis mutado… No podéis enfermar, ¿verdad? Porque os han inmunizado contra la enfermedad antes de que vinierais. Existe una vacuna, ¿no es así?-.
El rubio enmudeció, asustado al darse cuenta de que acababa de revelar más de lo que él mismo sospechaba. El moreno de la cicatriz lo miró con un odio asesino.
-Responde- insistió Alara.- ¿os han vacunado?-.
-¿Seguro que la Inquisición no me matará…?
-¡He hecho un juramento, hereje!- rugió Alara.- ¿Pones en duda la palabra de una Adepta Sororitas?-.
El hombre reculó, acobardado.
-N… no. Claro que no. Sí, hay una vacuna. Nos la pusieron. El virus no nos afecta. No puede-.
Alara echó un vistazo al mapa.
-Por lo que veo, ibais a volar los puentes, ¿no es así?-.
-Supongo que sí, si las marcas están ahí. No conozco todos los detalles del plan. Ni siquiera él los conoce- añadió, señalando con la cabeza al de la cicatriz.- Sólo los sacerdotes conocían todos los detalles. Nos coordinaban a través de los medallones-.
-Muy bien- Alara hizo una señas a Gaskill y se lo llevó a un lado.- Agente, necesitamos que nos lleven cuanto antes a la isla Zarasakis. Aún hay peligro allí-.
-¿Está segura, hermana? De momento, todo parece tranquilo. No hay humo ni señal alguna de explosiones; los puentes siguen intactos. Si no han podido llegar…
-Podrían haber llegado a través de los puentes, confundiéndose con los civiles fugitivos. O podrían estar ya ocultos en la isla. Estos atentados han requerido meses de preparación. Ayer fue la fiesta de la Luminaria; los controles y la seguridad eran extremos. Si tenían a gente allí para actuar hoy, debían llevar instalados muchos días. Puede que hasta semanas-.
Gaskill asintió. Alara no le dijo, porque ni ella misma habría sabido explicarlo del todo, que había algo más. Un sexto sentido en su interior, el mismo sentido que la había guiado en Shantuor Ledeesme y que le había provocado el sueño premonitorio acerca del mutante, la estaba advirtiendo a voz en grito que aquello no había terminado. Zarasakis seguía en peligro, y Octavia y ella debían actuar. Tenían que llegar a la isla de inmediato, o algo terrible pasaría. Estaba segura de ello.
-Inmovilicen a esos herejes de la mejor forma que puedan- continuó la joven.- Cuando nos dejen en la isla, traten de contactar con la Inquisición. Mi superior es el Investigador Legado Mathias Trandor, del Ordo Xenos. Su objetivo es buscar un modo de neutralizar los contagios, de modo que debe estar en un hospital, aunque no sé en cuál. Encuéntrelo y entréguele a los herejes. No debe permitir que escapen ni que mueran; es fundamental. En su sangre llevan la cura a la infección. Y si tienen que vérselas con más rebeldes, quítenles siempre los medallones que llevan al cuello; no sólo los conectan con los brujos paganos, sino que hacen que sus cadáveres se levanten después de muertos y sigan luchando-.
-A sus órdenes, hermana- dijo el sargento.
De la costa había llegado ya otra patrullera en auxilio, cuyos tecnomantes acababan de instalar los amarres para remolcar la patrullera dañada hasta tierra firme. Los Arbitradores izaron a los presos hasta la nave y Gaskill ordenó al agente Lozzar que llevara a las dos Sororitas lo más rápido posible a Zarasakis.
-¿Está segura de lo que le ha dicho a los herejes, hermana?- le murmuró a Alara antes de despedirse de ella.- ¿Realmente va la Inquisición a respetar sus vidas?-.
-Oh, sí- respondió Alara.- Insístale en ello al doctor Trandor, se lo ruego. Si no lo encuentra a él, entregue los prisioneros al Legado Syrio Dryas, del Ordo Hereticus, que también se encuentra en Morloss, y transmítale mis instrucciones. Mathias Trandor es uno de los mejores bioquímicos que hay en Vermix en este momento; si alguien es capaz de encontrar la cura, será él. En cuanto a los herejes… existen otros castigos aparte de la pena de muerte. El adolescente, ese llorica, podrá hacer un buen papel convertido en servidor. A los otros tres hijos de la Disformidad, que los entreguen a la Eclesiarquía en cuanto el Ordo Xenos acabe con ellos. Siempre andamos necesitados de arcoflagelantes-.